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martes, 24 de octubre de 2023

64. Castigo publico

 

La gravilla del camino se me clava en los pies y me hace andar a con dolor por el largo camino. Todos me observan caminar y me lanzan insultos; sabía que merecía un castigo pero me sentía ridícula viviendo esta situación. A la vista de los demás era solo una puta que debía ser castigada, flagelada por mis acciones. Lo peor es que además voy completamente desnuda. El entarimado donde se van a ejecutar las sentencias está al fondo y hacia él nos dirigimos. Somos tres mujeres, aunque sólo yo estoy desnuda. No sé lo que habrán hecho las demás, yo me encuentro aquí por haber mantenido relaciones sexuales con un alumno a mi cargo. Aclararé que soy o mejor debo decir era, maestra en un escuela local. No voy a decir que sea inocente. Cometí un error y ahora voy a pagarlo. Todavía no entiendo como a mis treinta y cuatro años pude hacer una tontería así, no sé qué me pasó. Pero en fin, sí, me enamoré como una loca, él tiene diecisiete años, sé que sólo es un muchacho y para colmo uno de mis alumnos, pero sobre el corazón y las hormonas nadie manda.

Nos pillaron in fraganti. Su novia, celosa, nos siguió un día y llamó a unas amigas que sacaron fotos. No les tengo que contar el revuelo que se armó cuando las llevaron a la comisaría. Fui detenida al día siguiente. Las fotos si bien no eran de contenido sexual explicito, pero si habían besos y caricias un poco indecorosas. Ahora, se preguntaran ¿por qué el escarnio publico? Las leyes en este pueblo dictan desde los tiempos medievales, solo derogaron la pena de muerte por guillotina, pero el resto seguía casi igual. En el juicio me acusaron de un montón de cosas. Muchas no eran verdad, puede que sea una depravada como dijeron, pero nunca lancé miradas e insinuaciones a los alumnos masculinos. Incluso algún testigo, alguna más bien, afirmó que hacía lo mismo con las chicas. En definitiva, me condenaron a siete años de prisión. Hasta ahí ya era malo, pero el Juez determinó después que no era suficiente castigo para mi reprobable conducta que traicionaba la confianza depositado en mí por el Estado y las familias de aquellos menores y no sé cuántas otras cosas más. O sea, que agregó algunos accesorios a mi condena: el tiempo de prisión debería cumplirlo en un centro de máxima seguridad (según me explicó mi abogado a continuación, nada que ver con la cárcel que había conocido hasta ese momento). Además, como les mencioné las leyes eran antiguas, por lo que se me castigaría con una docena de azotes por cada año que le faltara al menor para alcanzar la mayoría de edad. Este castigo lo recibiría dos veces, una antes de comenzar mi reclusión y la otra como despedida.

Y aquí me encuentro ahora, preparada para sufrir la primera parte de mi merecido castigo. Porque creo que es merecido, nunca debí corromper a aquel muchacho y, si lo pienso fríamente, tienen razón en que he traicionado la confianza que se puso en mí. Sin embargo, resulta duro de aceptar. No es fácil admitir que una merece que le den una paliza desnuda y delante de todo el mundo, ¡y qué paliza!, ¡cuatro docenas! Los años que le quedan a Mario para ser mayor de edad legalmente. Mi abogado presentó un recurso. Tonta de mí, ahora me arrepiento, le hice desistir del recurso por los remordimientos que en aquel momento habían conseguido inculcarme en la prisión. Bueno, diré que los padres del muchacho, personas influyentes, pagaron porque varias guardianas y mi compañera de celda me hicieran cambiar de opinión y me conformara con la sentencia. Me amenazaron con que me quitarán la custodia de mi única hija, que tiene dos años y ha quedado al cuidado de mis padres.

Al llegar al cadalso nos hacen ponernos a un lado en posición de firmes. Por los altavoces anuncian que las sentencias se ejecutarán por orden de gravedad. Dicen un nombre que no consigo entender y una de las mujeres que está mi lado levanta la mano, los guardias la toman y se la llevan a empujones hasta el centro del entarimado. Se trata de una chica joven, de unos veinte años, pelo negro, muy delgada y de piel muy blanca. Su delito y la sentencia los anuncian a continuación: “Prostitución en la vía pública, 12 latigazos en el trasero”. “¡Mierda, qué dolor!” –pienso. Viste, al igual que su compañera, uno de esos vestidos de una pieza que se usan en las cárceles. Se lo hacen sacar por encima de la cabeza, con lo que queda vestida nada más que con unas minúsculas bragas tipo tanga y el sujetador. Escucho a la gente que silba y grita barbaridades referidas a nosotras que nos hacen enrojece, a mí por lo menos. ¡Maldita sea!

Le sujetan las esposas a un pequeño gancho que cuelga de una cadena. A continuación la tensan, lo que la obliga a permanecer de puntillas con todo el cuerpo estirado y los brazos alzados por encima de su cabeza. El verdugo se sitúa detrás. En su mano derecha lleva el látigo. Me recuerda a esos tubos de goma que se usan para el butano, de hecho hasta es de color naranja. Medirá aproximadamente metro y medio y tiene un aspecto nada tranquilizador cuando lo hace bambolearse como si fuera una serpiente en su mano. El funcionario toma impulso y ayudándose de todo su peso descarga un tremendo golpe. El impacto suena como un disparo. La mujer permanece quieta por un instante salvo por el pequeño desplazamiento que pese a estar atada le provoca el bestial trallazo. Toma aire y, de repente, su cara se contorsiona. Apenas dos segundos después de recibir aquel brutal golpe, lanza un aullido con la boca tan abierta que parece que iba a descoyuntarse y empieza a retorcerse desesperadamente. El verdugo espera a que se calme y tomando nuevo impulso le da un nuevo y terrible latigazo que suena otra vez como un tiro. De nuevo la chica se tensa y grita como un cerdo en el matadero. ¡Dios!, debe doler una barbaridad, esa pobre chica se descoyunta tratando de escapar, pese a que no tiene ninguna posibilidad de conseguirlo. ¡Madre mía!, este tipo pega como un bestia y a mí me tiene que dar 48 latigazos. Ella lleva solamente dos y parece que la estén matando por cómo grita y se retuerce. La gente enloquece cuando la pobre aúlla y se contorsiona. Parece que eso es lo que más les gusta. Pues yo pienso resistir y no darles el mismo espectáculo.

El castigo continúa hasta completar la cifra señalada. Sus nalgas y la parte superior de sus muslos aparecen cubiertos de dolorosas ronchas de un rojo intenso que se están volviendo moradas y llenas de puntitos rojos, que se agrandan allí donde los capilares han reventado y la hemorragia es más intensa. En tres o cuatro sitios la piel se ha roto y sangra. La sueltan y casi cae al suelo mareada y en estado de shock. Entre dos guardias la sujetan y se la llevan arrastrando hasta el otro extremo del entarimado, dónde le hacen ponerse de rodillas, de espaldas al público y con las manos esposadas al frente, con lo que no puede tocarse la zona maltratada. La otra mujer empieza a llorar, sabe que ahora le toca a ella. Dicen otro nombre y ella levanta la mano. Se la llevan de la misma manera que a la anterior y la sujetan de la misma forma. El locutor pronuncia la sentencia: “Prostitución en la vía pública, reincidente. 18 latigazos en el trasero”. Esta pobre parece al principio que aguanta mejor los azotes, lo que me hace concebir la esperanza de que su compañera fuera muy quejica y la cosa no sea para tanto. Pero, cuando lleva cinco zurriagazos, recibidos sin moverse ni producir ningún ruido, de hecho ni siquiera pone cara de dolor, empieza a temblar, tensa las nalgas y cuando recibe el sexto golpe comienza a berrear como la anterior y ya no se controla hasta que le dan la paliza completa. Los últimos golpes son tremendos, más fuertes si caben y la pobre está realmente desesperada. Grita pidiendo piedad y prometiendo que nunca más lo hará, pero que paren que ya ha tenido bastante.

Por fin me llegó el turno, escucho mi nombre y, aunque no queda nadie más, levanto la mano como había visto hacer a mis compañeras de infortunio. El guardia sonríe y me toma de las esposas. Él avanza muy rápido, a grandes pasos y yo voy dando traspiés detrás porque las esposas de los tobillos no me permiten dar más que pequeñas zancadas. El espectáculo parece complacer al público que comienza a gritar enardecido. Me imagino que estoy dando todo un espectáculo, desnuda, esposada  y avanzando a pasos cortos con el culo desnudo y en pompa, tratando de seguir desesperadamente a mi castigador. Oigo cómo alguien entre la multitud grita: “¡Dale la vuelta que la veamos! ¡Enséñanos un poco a la gorda!”. Ya he dicho que no es que estuviera muy gorda, pero algunos kilos me sobraban. Lo compensaba con unas tetas y un culo de generosas dimensiones que yo sabía que a los hombres les encantaba. De todas formas, estos comentarios me avergüenzan, porque he tenido siempre cierto complejo irracional con mi peso y dimensiones, aunque siempre he tenido mucho éxito con los hombres. Pero mi humillación no ha hecho más que empezar. Entre la multitud distingo en las primeras filas a los alumnos de mi clase, chicos y chicas, que se ríen y me señalan. Me sonrojo e intento cubrirme con las manos la vagina y me encorvo intentando que mis pechos se vean lo menos posible.

El altavoz se enciende de nuevo y dicen el motivo de mi sentencia: “Pervertir a un menor de edad. El castigo: 48 azotes en todo el cuerpo”. Los gritos de la gente se hicieron estruendosos, llamándome como se les antojó, pero lo que más se escuchaba era: “¡Puta!”. Me acomodaron como lo hicieron con las otras chicas antes que yo. Estaba expuesta a los ojos de mis detractores. En mis adentros pensaba que eran unos hipócritas, sobre todo los hombres que estaban ahí, ya que si me había juzgado por indecente, ellos también lo eran. Ya que cuando pasaban las chicas después de la escuela las miraban de forma libidinosa y descarada, desnudándolas con sus ojos y pensando quien sabe que atrocidades. “Esto lo voy a disfrutar” –dice el verdugo con voz grave. “Supongo que sí” –le digo susurrando. No quería cerrar los ojos, no les daría el placer de verme con miedo; quería mirar sus caras a medida que los azotes me golpearan. Empiezo a escuchar como el verdugo juega con el látigo cortando el aire, provocándome temor; no miento, estaba asustada. No sabia si podría soportar el castigo.

Sin preguntar nada el verdugo dejó caer el primer golpe, haciendo que el látigo abrazara mi cuerpo, fue tan fuerte que casi pierdo el conocimiento, intenté mantenerme la conciencia, escuchaba los gritos de la gente pidiendo que fuera despiadado a la hora de dar los azotes, habían disfrutado de verme casi inconsciente al primer golpe. El verdugo reía de forma despiadada, siento que el aire se corta y el escozor en mi piel al caer el segundo azote Mi cuerpo se tambaleó y un grito ahogado salió de mi boca, mi piel ardía, ya que cada golpe se enredaba en mi cuerpo como una serpiente. Pasado unos minutos ya llevaba la mitad de mi castigo, por lo que las autoridades mostrando un poco de clemencia le dijeron al verdugo que se detuviera por un momento, uno de los guardias mojó un trapo en agua y lo estrujó en mi boca para que bebiera. Estaba exhausta, también podía sentir como mi sudor se mezclaba con la sangre que salía por donde la piel se había roto. “Se reanuda el castigo” –se escuchó por el altavoz. Los ensordecedores gritos no tardaron en escucharse: “¡Azoten a esa puta! ¡No tengan más clemencia!”. El verdugo continuó con los azotes, ya no podía aguantarme más, empecé a gritar por el dolor, lloraba y me retorcía; al parecer el verdugo y la multitud gozaban viendo mi dolor porque los escuchaba como reían y se mofaban de mí. “¡Eso te pasa por ser una puta!” –gritaban. Ya iban 45 azotes de los 48 que debía soportar. El 46 golpeó mi espalda superior pero el látigo terminó golpeando mis tetas. ¡Mierda, que doloroso! El 47 fue directo a mis glúteos, pegando también en mi vagina, me estremecí por completo y el 48 tardó en llegar pero cuando lo sentí, el látigo se enredó en mis muslos. Sentí alivio, pero mi cuerpo estaba hinchado y sangrante. “Saquen a esta puta de aquí” –dijo el inmisericorde verdugo. Los guardias me soltaron las esposas y me llevaron arrastrando al otro lado de la tarima, caí cual estropajo al suelo. “La justicia ha sido satisfecha, lleven a las prisioneras de vuelta a la cárcel” –se escuchó en el altavoz.

Entre dos guardias me arrastraron por el piso y bajaron de la tarima, me llevaron arrastrando por el suelo haciendo que la gravilla se clavara en mi piel abierta y me subieron al carro policial para llevarme de vuelta a cumplir mi condena. Al llegar me llevaron a la enfermería en donde sin piedad quitaron la gravilla de mi cuerpo y curaron mis heridas solo con alcohol. Ahí mis gritos eran desgarradores. Una de las enfermeras que había ahí me dice: “¿No te gustó cogerte a un muchacho? Ahora aguanta como la puta que eres, esto es solo el principio de tu dolor”. Indolente y despreocupada vertía alcohol en mis heridas y pasaba un algodón con brusquedad. Lloraba en silencio esperando que terminara de una vez pero se tomó su tiempo para hacerme sufrir. Cuando terminó llamó a una guardia que estaba cerca y le dijo: “Ya terminé con esta basura, ahora sáquenla de mi vista”. Se comunicó por radio y llegaron dos guardias varones que me llevaron a mi celda. Seguía desnuda tendida en la cama, mi compañera de celda al verme me consoló por un rato, hasta que mis ojos se cerraron. Pasaba los días en mi celda desnuda, solo me llevaban a la enfermería a diario para ser torturada por esas mujeres sin alma y después era llevada de vuelta, la comida me la dejaban en el piso, si no fuera por mi compañera de celda no hubiese comido nada. Pasaron semanas para que mis heridas cicatrizaran, ya podía vestirme y salir al patio. Muchas de las reclusas sabían porque estaba ahí pero no era motivo para juzgar, ya que todas de alguna u otra forma habíamos cometido un crimen y era el pago de nuestra transgresión.

Mi compañera de celda se llama Úrsula, tiene cerca de cuarenta años, ella estaba porque había sido sorprendida por su esposo teniendo relaciones con su hijo de 18 años, y obviamente había sido sometida al mismo escarnio y castigo que yo, ya que la mayoría de edad aquí es a contar de los 21 años. Sabia por lo que yo había pasado, por eso cuando estaba con las heridas de los azotes ella se preocupó por mí y me tendió una mano. Le gustaba leer, aunque la biblioteca de la cárcel consistía en unos cuantos libros que nunca se renovaban, llegaban a tener sus hojas amarillas por el paso de los años. Al menos compartíamos no solo la condena por mismo delito, también el gusto por la lectura. Ella dormía en la litera de arriba. Ya estaba avanzada la noche, no sé la hora porque no tenemos un reloj que marque el paso de las horas pero incluso ni las guardias pasaban por donde estábamos y que había un silencio que rondaba la sección. De pronto, una especie de murmullo interrumpió la quietud de la noche y la litera se empezó a mover, pude reconocer que estaba masturbándose, no podía verla pero sabía muy bien lo que hacía porque incluso yo lo he hecho pero sin tanta notoriedad como ella. Escuchaba esos gemidos ahogados e imaginaba lo que pasaba por su mente. Tal vez pensaba en esas cogidas que recibía de parte de su hijo cuando su marido no estaba y en que disfrutaba ese momento de mutua complicidad. El movimiento de la cama debía ser por la forma en que se estaba tocando  y su cuerpo reaccionaba al estímulo.

Mi mente comenzó a volar y a imaginar la sensualidad con la que se estaba tocando, quizá acariciando sus tetas, sus pezones duros y su vagina que escurría fluidos a causa de su excitación. Era un morboso juego perverso intentar saber en qué estaba pensando Úrsula, incluso excitante para mí. Sentí como mi vagina se empezó a mojar y un calor intenso se apoderaba de mis entrañas, me bajé el pantalón de mi pijama y sentir la humedad en mi vagina me hizo enseguida posar mis dedos en los labios vaginales para abrirlos; presa de la calentura que me invadía empecé a acariciar mi clítoris con delicadeza, lamí mis dedos para jugar con mis pezones que sin mucho esfuerzo se pusieron duros. Poco a poco los gemidos salían de mis labios y me dejaba llevar por las imágenes que mi mente proyectaba, en mis pensamientos no estaba Mario, el chico con quien tuve relaciones sexuales, sino que mi compañera de celda, ya que cerraba los ojos y aparecía ella excitada masturbándose en la litera de arriba. Los gemidos empezaron a aflorar de la misma forma en que lo hacían mis fluidos, estaba embobada imaginándola y deleitándome pensando en sus piernas abiertas y penetrándose con los dedos; era tal la calentura que intentaba emular las sucias imágenes de mi cabeza para experimentar sus sensaciones y tratar de meterme en su perversa mente. ¿Por qué me tuve que despertar? –pensé en mis adentros, buscando una inútil explicación. Tapaba mi boca para intentar disimular mis jadeos y gemidos pero me era imposible, de a poco su intensidad aumentaba pero no tenía miedo a que Úrsula me escuchara, más bien quería que lo hiciera para que se diera cuenta de lo que había provocado.

“¿Por qué no bajas?” –le dije en tono de pregunta. La litera dejó de moverse. Hubo un momento de intensa quietud que a mí me inquietó, ya que no sabía cuál sería su reacción ante mi invitación, sentí que la cama se movió con intensidad, ya que estaba accediendo a mi petición. Estaba de pie frente a mí, desnuda, por la tenue luz de Luna que entraba pude ver su rostro de deseo, era tan excitante verla que no pude contener mis ganas de besarla, me puse de pie y tomé su rosto, le di un beso intenso que encendió la lujuria en nosotras. Aproveché de explorar la humedad en su sexo y sentir como ese hinchado clítoris hacía que su cuerpo reaccionara al movimiento de mis dedos. Ella tembló y metía su lengua en mi boca. ¡Oh, que rica se sentía! La chupaba y me deleitaba en su vagina mojada con mis dedos. Me dijo que me detuviera, lo hice y me desnudó. Su boca se posó en mis senos para chupar mis duros pezones. Eran tan exquisita la sensación que no pude contener un gemido que salió de lo más profundo de mis sucios deseos. La llevé a mi cama y ella apoyó sus manos en el colchón. Su culo y vagina estaban a mi disposición, por lo que aproveché la oportunidad de recorrerlos con mi lengua. Úrsula se estremeció al sentir como mi lengua invadía la privacidad de su sexo. “¡Oh, diablos! ¡Lo haces de maravilla!” –dijo. Seguí hundiendo mi lengua en su vagina para embriagarme con sus fluidos y enloquecerme con esos gemidos que brotaban de su interior.

La lujuria se convirtió en la guía perfecta para dejar salir nuestra perversión, Pronto mis dedos estaban hurgando en su interior, la penetraba de forma intensa. “¡Por favor no te detengas! Sigue, así. ¡Ufffff!” –decía gimiendo. Seguí hasta que sus piernas comenzaron a temblar y sus gemidos salían casi como suplicas de placer, una sublime melodía para mis oídos. Verla acabar fue un exquisito detonante para mi calentura, ya que su cuerpo temblaba sin control, se retorcía y jadeaba. Sin duda algo alucinante para mí. Cuando al fin pudo encontrar la calma le dije: “¡Ahora es mi turno!”. Me senté en la cama y abrí mis piernas, ella se puso de rodillas y le indiqué con mi dedo índice que hacer, obediente acercó su boca a mi vagina y le dije: “¡Lámeme y no te detengas hasta que acabe en tu boca!”. La deliciosa forma en que lamia mi vagina me arrancaba gemidos placenteros, disfrutaba de su lengua recorriéndome con libertad, la sensualidad con la que me recorria me hacia estremecer, me gustaba esa manera perversa de incitar mis demonios contenidos por el encierro, por primera vez en los meses que estaba en la cárcel me sentía libre.

No me di cuenta cuando ya estaba siendo sometida por el orgasmo, pero si mi voz lo expresó: “¡Oh, mierda; qué rico!” –dije con fuerza, no me importó si alguien me oía. Fue uno de los orgasmos más intensos que he tenido. No sé cuánto tiempo pasó pero sin duda fue el mejor tiempo invertido en la clandestinidad de la noche. Nuevamente con Úrsula nos besamos y cada quien se quedó en su cama. Dormí plácidamente en meses. La mañana llegó con los gritos de las guardias para despertarnos. En menos de tres minutos, ya estábamos en pie esperando que la reja de la celda se abriera para darnos una ducha y después salir al patio para la cuenta. Las noches se hicieron más placenteras para Úrsula y yo hasta que ella se fue en libertad. “No importa el tiempo que te quede de sentencia, ten por seguro que estaré esperando” –me dijo.

Los años pasaron y dos semanas antes de mi liberación la segunda parte del castigo llegó. De la misma forma que fui trasladada a la plaza, la tarima en medio y la gente agolpada esperando a que mi cuerpo fuese flagelado. Otra vez desnuda bajo la mirada inquisidora de los presentes, recibiendo los insultos de aquellos que se creían con superioridad moral para juzgarme y decir todos las cosas que se les venían a la mente, pero esta vez estaba Úrsula entre los presentes cumpliendo su promesa. Los altavoces anunciaron el veredicto final y el verdugo me comenzó a azotar sin piedad. Mierda, sí que dolía, pero lo estaba soportando de la mejor forma posible, hasta que llegó el ultimo azote, al ser liberada mi cuerpo cedió y caí estrepitosamente al suelo. Me sacaron arrastrando y me llevaron al hospital, en donde recibiría atención hasta el último día de mi sentencia. Cuando llegó el día de mi liberación Úrsula estaba afuera del hospital. Ambas marcadas por nuestras acciones, con un pasado a cuestas que deberíamos cargar hasta el exhalar el último suspiro, pero felices de que en medio del encierro encontramos la libertad de dejarnos seducir por esas morbosas noches en que la Luna se metía en nuestra celda.

 

 

 

Pasiones Prohibidas ®


4 comentarios:

  1. Excelente relato, para hacer volar la imaginación...

    Además que fantástico disfrutar de algo que empezó siendo "malo" y terminó siendo excitante.

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  2. Una historia fascinante muchas veces los errores se pagan de la peor manera y por una sociedad injusta e incomprendida que solo goza con el dolor ajeno lo bueno es que encontro placer en esas noches

    Como siempre gracias por su relato Caballero

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  3. Un error que le mostró una cara diferente ante la vida; para seguir adelante; relato con su respectiva carga de morbo y lujuria; gracias.

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  4. Que morbo sentí con esa historia, las ganas de masturbarme me invadieron, sin embargo, al no poder por estar sometido con CB a castidad forzada solo pude sentir dolor y frustración. Hoy echo de menos mí libertad

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