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jueves, 30 de mayo de 2024

136. El confesionario

 


Marcela era una joven del pueblo de El Carmen, en el sur de Chile. Ella solo tenía ojitos para los jóvenes del lugar, que eran unos cuantos que se juntaban en la pequeña plaza para hablar de sus cosas: Lo que les había sucedido en el trabajo, de temas trascendentales como el fútbol y a veces sus cabezas pensantes se aventuraban en asuntos políticos, que despachaban rápido con soluciones obvias, que si hubiesen sido víctimas de escuchas ilegales, se habrían solucionado los problemas del país. A veces se juntaba con ellos el párroco, un joven sin experiencia, venido también de un pueblo de campo, con él que se podía hablar de todo, salvo de sexo tema tabú para él.

 Marcela estaba de buen ver, unos 27 años, curvas de escándalo, cintura de avispa, que casi se podía abarcar con dos manos, era la que siempre acaparaba las miradas en el bar, era mesera y todos los hombres estaban pendiente de ella, su tema central el sexo, calentaba a los clientes como nadie, que consumían copa tras copa sin darse hasta que a algunos venían a recogerles, quedando borrachos todo por conseguir un momento de atención de ella. Sus calientes conversaciones cesaban de inmediato cuando aparecía el sacerdote, recomponiéndose al instante y cambiando de tema con una facilidad pasmosa, cual tertuliana de la TV. Raro era el día que no acababa su turno acostándose con algún cliente en su casa o en la de él o ellos si tocaba orgia qué solía ser una vez al mes. Marcela era muy creyente a pesar de lo que muchos pudieran pensar, de misa los domingos, previa confesión que según afirmaba la liberaba de los remordimientos y quedaba libre de pecado. Muchos de sus lascivos clientes, para muchos hombres de familia solían verla en la misa cada domingo pero la discreción de la chica la mejor aliada para enmascarar esos lujuriosos tratos.

Julián, así se llamaba el joven párroco que temblaba cada vez que ella se asomaba por la pequeña celosía que les separaba y la contaba con pelos y señales sus andaduras sexuales con los lugareños y alguno de pueblos limítrofes donde ya era famosilla por los “ricos” tragos que se servían en el bar y más por sus orgias desenfrenadas, ya que no faltaba quien llegaba contando todas las cosas de las que era capaz de hacer la chica por dinero. El cura escuchaba atento, mientras con la otra mano se masturbaba sin piedad, era sin duda su rato más placentero, pasaba se cambiaba de sotana, pues parecía le había cagado una paloma en ella y la ponía con la ropa sucia para limpiar y acto seguido iniciaba la misa a veces un poco caliente aún, cuando daba la ostia al final a Marcela siempre aprovechaba a tocarla suavemente sus jugosos labios, no podía evitar ese placer pecaminoso. Las miradas libidinosas ni esas caricias sacrílegas pararon en el sacerdote, era como si el fuego del infierno ardiera en su interior, para Marcela era cruzar una delgada línea entre lo mundano y lo divino, un juego que le atraía a caminar por el borde del precipicio, aun sabiendo que si caía no podría salir de ahí. Para ambos esos momentos a solas en el confesionario se habían vuelto en un oscuro deseo que los llevaba a tener los pensamientos más obscenos que alguien pudiera tener, aunque el joven Padre intentaba contenerse, la sensual voz de Marcela contándole lo que hacía con sus clientes del bar, lo incitaba a pecar contra el cielo sin importar las consecuencias, ya que el infierno era una realidad en su interior cuando la escuchaba o la veía en la misa los domingos.

Era casi un ritual que Marcela acudiera todos los domingos a la misa, pero no sin antes pedir la absolución de sus pecados cometidos. El sonido de sus pasos rompía el silencio sepulcral en la iglesia, el Padre esperaba a los penitentes en el confesionario. El sonido rechinante de la madera causaba que el eco se escuchara en las naves de la Iglesia. “Ave María Purísima” –dijo el Padre Julián. “Sin pecado concebida” –respondió la sensual muchacha. “¿Qué puede hacer este siervo de Dios por ti, hija?” –preguntó el cura. “Me acuso de haber ofendido a Dios con mis acciones Padre” –le dice la chica. “El Señor es misericordioso, hija. No tengas temor y dime lo que sucedió” –le dice el Padre. Marcela respiró profundo y le dijo: “He tenido pensamientos lujuriosos con usted Padre”. “Eso no es posible, soy un siervo de Dios” –le dice extrañado el cura. “Lo sé, pero es algo que me mortifica, ya que siempre que paso a recibir la comunión siento el roce de sus dedos en mis labios y eso me hace humedecer por completo. Las miradas que recibo de usted cuando da su sermón son como si quitara mi ropa con sus ojos” –le dice la muchacha. En ese momento el nobel sacerdote sintió como ese fuego invadía su cuerpo, su miembro se puso duro al escuchar la candente confesión de Marcela y su mano se fue debajo de la sotana para acariciarlo y sentir como se hinchaba con cada palabra lasciva que salía de los sensuales labios de ella. “Continua hija” –dijo con voz casi inaudible el sacerdote. “Muchas veces, Padre, he imaginado que está en mi cama teniendo sexo conmigo de manera perversa. Eso hace que mi cuerpo arda de deseo y mis piernas se separan imaginando que me toma con vigor hasta que grite su nombre. Mis dedos me provocan como si fuera su lengua la que recorre mi entrepierna y me hace gemir como posesa. Yo sé que está mal, pero lo disfruto como si en realidad estuviera pasando” –le dice ella con lujuria en su voz. El Padre Julian se masturbaba lento escuchando cada detalle de la confesión, ahora era él quien imaginaba los labios de la caliente Marcela devorando su verga. “Sigue hija, sigue” –le dice el sacerdote. “Otra cosa que he notado, siempre que vengo a confesarme, es como su voz cambia de serenidad a agitación, así como ahora. Debo confesar que me excita imaginar que se toca al oírme y que disfruta de los sucios detalles de mis palabras. También he disfrutado aquí en el confesionario con mi imaginación perversa al saber que se excita al escucharme, tanto como a mí me excita contárselo” –le dice ella. El sacerdote guardó silencio pero no podía desprender la mano de su verga, estaba demasiado caliente escuchando a Marcela. “Necesito Padre que me diga lo que puedo hacer, ya que usted es recurrente en mis pensamientos morbosos, pienso que sería mejor dejar de venir a la Iglesia y así calmar el deseo que me consume” –le dice. “No debes hacer eso, dejar de venir a la misa y recibir el sacramento de la comunión puede ser perjudicial para tu alma, serías presa fácil de satanas y arder en el infierno hija” –le responde el Padre. “¿Más de lo que ya se consume mi alma como tizon en el fuego infernal de la lujuria?” –le pregunta la chica. “Así es hija, el diablo es un ser un astuto que aprovecha cada oportunidad para encadenarnos a su yugo” –le dice el Padre. “Padre, sus palabras me hacen humedecer, mi sexo rebosa de fluidos al escucharlo y pensar que se está masturbando me hace sentir una corriente que envuelve mi vagina” –le dice ella. “¿Es eso verdad?” –pregunta el cura con insipiente calentura. “Sí Padre, mis dedos se deslizan sintiendo esa humedad, me hace imaginar su lengua arrancándome gemidos” –le responde ella. Ambos se estaban dando placer en el secreto de confesión más morboso que la pequeña iglesia de pueblo haya sido testigo alguna vez. Los gemidos de aquellos lujuriosos pecadores podían escucharse, ya no había inhibición, eran dominados por ese fuego que los tenía presos de sus pensamientos. Fue cosa de minutos para que el placer los asediara y los llevara cautivo a un perverso orgasmo en las cuatro paredes de la Casa de Dios.

Cuando los dos pervertidos herejes terminaron su pecaminoso acto onanista, el Padre le dice a la sensual muchacha: “Por la autoridad conferida por Dios y Su Santa Iglesia, yo te absuelvo de tus pecados. Ven en paz y no peques más”. Marcela se levanta con su cara llena de satisfacción y toma su lugar de siempre en la nave de en medio y en la primera banca. Al poco rato llegaron los acólitos para ayudar al sacerdote en la preparación del altar y poco a poco la iglesia se fue llenando de feligreses. Cuando la misa terminó, el Padre cuando se despidió de Marcela, le dijo: “Debo realizarte un exorcismo, sin duda hay dentro de ti un demonio al que se debe expulsar”. La chica lo miró con esa lujuria y le preguntó: “¿Cuándo será?”. “Mañana, debe ser temprano, ya que no puedo dejar tan grande mal en tu interior” –le responde. “Está bien Padre, mañana estaré a las 07:00 AM” –le respondió ella. “Muy bien, yo prepararé lo necesario para llevarlo a cabo” –dice él. Cuando la Iglesia quedó desierta, el joven sacerdote se fue a la sacristía, se sentó y puso sus manos sobre el rustico escritorio. Pensó por un momento, ya que para realizar este ritual debía contar con la autorización del Obispo, previa presentación de las evidencias inobjetables de que era una posesión. Obviamente, no contaba ni con la una ni con la otra, por lo que sonrió con perversión. Dentro de la lujuria que lo poseía al menos tuvo un acto de decencia y giró todas imágenes de santos hacía la pared, como si eso fuera a esconderlo de los ojos del Ser Supremo y pasar impune.  

Había un sofá tapizado en cuero, en que se recostaba a dormir la siesta después de sus lecturas bíblicas, había también muchos candelabros con velas las que encendía para realizar sus rezos y así encomendar su vida a Dios y a los santos. Puntualmente Marcela llegó a la cita en el horario indicado, la noche fue intranquila para ambos, ya que sus pensamientos los llevaban a esa candente confesión y casi no pudieron conciliar el sueño a causa de la lujuria. Llevó la chica al interior, cerró todas las puertas y dejó un poco abierta la pequeña ventana de encima del sofá, la pidió que se quitase toda la ropa pues, todo debía realizarse con máxima naturalidad, a lo que la chica accedió y viendo el culo de Marcela que estaba arrodillada esperando la siguiente instrucción, ya tenía ganas de cogérselo. El sacerdote también se quitó toda la ropa alegando que así decía libro del ritual. La chica pensó: “No sé si el mal se alejará de mí, pero me excita ser parte esta práctica desconocida para mí”. El sacerdote encendió las velas y comenzó el exorcismo. Le dijo que te tumbara en el piso de espaldas para observarla y pasar sus enormes manos por su cuerpo, que previamente había lavado en agua bendita y así borrar cada vestigio del demonio en su piel. Sus manos eran enormes, cuando levantaba el cáliz lo cubría casi por completo. La colocó reposando su cuerpo y manos en el diván y sus rodillas encima de dos blandos cojines en el piso, le abrió las piernas y se situó también de rodillas tras ella y le dijo: “Ahora, debo tocar todo tu cuerpo por detrás e introducir un dedo en cada orificio para buscar ese demonio que te atormenta. La chica suspiró y asintió, permaneció en silencio mientras el cura continuaba con el lujurioso ritual. La recorrió desde su cuello, hombros, espalda, cintura, sin dejar un centímetro de su cuerpo sin que sus manos se posaran en ella, descubriendo Marcela puntos de placer que hasta ahora no habían aflorado, estando en todo momento al borde del éxtasis que contenía dada la solemnidad del momento.

A Marcela se le erizaba la piel al sentir como esas manos se apoderaban de su cuerpo y pequeños gemidos de placer eran acallados mordiendo el respaldo del sofá y así no delatar su placer, aunque la humedad en su vagina era imposible de esconder. Tampoco la erección del sacerdote podía esconderse, ya que rozaba las nalgas de Marcela. El Padre pasó de recorrer su cuerpo a meterle suavemente su dedo en la vagina primero y el mismo dedo de la otra mano en el culo, buscando ansiosamente el dichoso demonio, diciendo en alto: “Ya lo tengo, no podrás huir de la mano de Dios”. “¡Ay, Padre, no deje escapar!” –le decía Marcela ya liberando gemidos de placer. Siguió buscando al hábil demonio que se ocultaba entre los fluidos que salían de la vagina de la “poseída”. El cura estaba demasiado caliente, sacó un momento sus dedos para “descansar” y seguir buscando al escurridizo ser infernal. Tomó su verga que ya no daba por la erección y la acomodó frente a la vagina de Marcela, frotó sus dedos como cuando se siente frio para calentar las manos, al escuchar el ruido de las manos del sacerdote frotándose le pregunta: “¿Qué hace Padre?”. “Nada, caliento las manos para quemar a ese demoniaco ser que llevas dentro” –le respondió. Tomó su verga y se la metió suavemente, ella al solo sentir que estaba siendo invadida por esa verga, tuvo un orgasmo furtivo y delirante. Su vagina se había abierto ante aquel párroco lleno de lascivia. El Padre Julián la embestía una y otra vez para que no quedase dentro ni una sombra de pecado. “¡Ya lo tengo! ¡Pero dará pelea!” –exclamó el sacerdote. Quien aceleró sus movimientos a un ritmo vertiginoso, haciendo que Marcela gritara de placer y le dijera: “¡Por favor libéreme de este endemoniado ser!” Era para ella el ritual más exquisito que haya presenciado y participado, sentía en cada embestida como si el cielo estuviera a su lujurioso favor. El sacerdote, le dijo: “¡Quiero que expreses lo que sientes y que no resistas más a la orden de ser libre!”. Esas palabras desataron en Marcela un mar de sensaciones que la hacían gemir con delirio, sentía como su sexo palpitaba en cada embestida y la ponía más caliente de lo que ya estaba, al grado de babear a causa del placer. ¡Ay Padre, me gusta la sensación que me domina!” –le decía ella entre gemidos. Añadió: “Es como un fuego que me consume, es delicioso, aunque arde me gusta sentirlo”. Entre más intensas las embestidas más era el placer para ambos. El Padre seguía con esos movimientos frenéticos que hicieron a Marcela perderse en el orgasmo, había tenido varios pero ninguno como el que estaba sintiendo. La verga del sacerdote palpitaba, reconoció esa sensación y la sacó derramando su semen en las nalgas y espalda de Marcela. “Creo que ya salió” –le dice el Padre. La chica estaba tendida sobre el sofá, sin fuerzas, jadeante. “¡Me encanta como me salpicó con esa tibia agua bendita! Mi cuerpo tiembla al sentir como escurre Padre!”. En ese momento de lujuria y relajo, el cura le dice: “Falta el otro agujero, no sea que se haya colado por ahí este demonio escurridizo”. “¡Ay, Padre! ¡Usted haga lo que estime conveniente hacer, estoy en sus manos para ser liberada” –le dijo ella.

El Padre limpió el agua bendita que chorreaba, ver ese apretado agujero hizo que su verga tuviera fuerza para seguir con el ritual de liberación, no sin antes tomar uno de los candeleros, sacó una vela y le dijo: “Voy a consagrar tu cuerpo al Señor. Desde ahora serás una devota sierva de Dios y su representante en la tierra”. “¡Sí Padre, mi cuerpo y todo lo que tiene para ofrecer lo dedico a Dios y a usted que es Su representante! ¡Seré una sierva devota y obediente a lo que usted requiera de mí!” –le responde ella. Entonces, el Padre en su ritual de dedicar el cuerpo de la joven empieza a verter cera de la vela sobre la espalda de la sensual muchacha. La sensación nueva en su cuerpo la hizo gemir a medida que las gotas de cera caliente caían en su cuerpo, era tan exquisito el placer que sentía que le suplicaba al Padre que no se detuviera. Bajó con la vela hasta su cintura y sus duras nalgas. Una vez que la cera se endureció la hizo voltearse y bañó sus tetas con cera, las areolas y los pezones, su vientre, incluso su vagina. Marcela ya no daba más del placer y se retorcía descontrolada, ya que había alcanzado otro orgasmo lleno de lujuria y perversión. “Ahora es tiempo de consagrar tu boca” –le dice, haciendo que se ponga de rodillas. La chica no tardó en hacer lo que pensaba el cura quería y se metió esa verga que tenía frente a ella en la boca y la empezó a chupar con toda la devoción de una ferviente creyente. El Padre Julián la tomó del cabello y le dijo: “Así es la voluntad de Dios que lo hagas”. Marcándole el ritmo que debía seguir. Ella la devoraba con lujuria, siguiendo las órdenes del religioso, incluso la sacaba para escupirla y seguir con esa celestial faena de ofrendar su boca al “servicio de Dios”.

Ahora el sacerdote le dijo que se pusiera en cuatro en el piso, no habría cojines para reposar sus rodillas, solo el piso de madera de la sacristía. Cuando Marcela estuvo en la posición que se le ordenó el cura empezó a buscar al demonio en su ano, haciendo que esta se estremeciera al sentir esa celestial invasión en su culo. Una vez que estuvo ensalivado el sacerdote se acomodó y posó su verga en la entrada de ese culo que estaba a su disposición. “¡Esto es por Dios y por nuestra religión!” –dijo el lujurioso cura. Sin ninguna compasión la embistió de golpe, la adolorida Marcela dio un desgarrador grito al sentir como era invadida para ser libre. Las fieras embestidas del sacerdote la hacían casi perder el equilibrio pero ella se intentaba mantener firme ante los embates de aquel hombre que liberaría su alma de las llamas del infierno. “¡Oh, Padre! ¡Me tiene en la gloria, con esas fuerzas celestiales no hay demonio que se resista!” –le decía Marcela soportando con entereza cada embestida que le era propinada. Estas palabras motivaron aún más al sacerdote, que viendo a la pecadora con ese deseo arder, siguió con más fuerza pensando que aún era recuperable. Metía y sacaba su verga con tal velocidad que ni siquiera le daba a tiempo a Marcela para tomar aire, la tenía jadeando y gimiendo, pidiendo que no se detuviera hasta liberarla por completo. Ante la sensual petición de la chica él siguió metiéndola y sacándola con más fuerza. Ante el orgasmo retenido de Marcela, el Padre dijo: “¡Sé libre! ¡Demuestra que eres libre!”. La muchacha se sacudía con violencia, la mezcla de dolor y placer la hacían estremecerse y perderse en medio de ese bosque lujurioso de espasmos, era como si el cielo y el infierno se proyectaran ante sus ojos, hasta que cayó rendida al piso. Eso no fue impedimento para el Padre y seguir su cometido, ahora era su turno y no pararía hasta conseguirlo. El sacerdote siguió moviéndose como si la vida se le fuera entre los dedos, la penitente gritaba de placer con cada embestida, ya que se sentía “libre de aquel demonio”. Al fin el Padre ya no pudo contener su ímpetu y acabó profusamente en el culo de Marcela, llenando su dilatado agujero de semen; también exhausto cayó sobre la espalda de la mujer. Ambos cuerpos yacían sudorosos, las respiraciones eran jadeantes pero el placer superaba cualquier otra cosa. “Creo que ahora sí soy libre de aquel demonio, ya que sentí como el fuego purificador del Señor se desbordaba en mi agujero” –dijo Marcela sin dejar de jadear.

El Padre Julián en el acto más sublime de caridad, le dio su verga para limpiarla con la boca, a lo que la chica no puso objeción. La siguiente orden fue: “Ahora, irás a tu casa, pero no podrás lavar tu cuerpo hasta que el día acabe. Hacerlo profanará el ritual que se ha realizado” –le dijo el cura. Marcela se vistió y salió de la sacristía muy contenta y feliz de sentirse salvada, pero no dejaba de pensar en todo lo que había hecho por ser libre y del placer obtenido a causa de su fe y devoción, también de ser dedicada al servicio de Dios y su representante. Sabía que era más de lo que podía pedir y Dios le había dado la oportunidad de servir con su cuerpo al sacerdote cuando él lo quisiera.

Cuando se despidieron, el sacerdote le dijo: “El domingo debes estar temprano en la Iglesia para atender a las necesidades del siervo de Dios”. “Claro Padre, estaré temprano para servirle en lo que usted desee y como lo desee” –le respondió. Como se pueden imaginar, Marcela se había vuelto en una fiel servidora de Dios y su cuerpo era ofrendado para contribuir al placer del sacerdote y obviamente al de ella misma.

  

Pasiones Prohibidas ®

2 comentarios:

  1. Como siempre caballero, excelente relato, lleno de perversión y lujuria. Me encantaría ser una fiel servidora de Dios. 😈😈😈😈🔥🔥🔥💧💧💧

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  2. Que rico relato exquisito me encantó como siempre Caballero exquisito

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