Entradas populares

lunes, 29 de abril de 2024

126. Una semana para conocer el convento


Me llamo Daniela, tengo 19 años. Siempre había sentido la curiosidad de ingresar a un convento y ver cómo viven las monjas, no es que quiera tomar los votos y consagrar mi vida a Dios ni mucho menos vivir en celibato, sino pasar un tiempo con ellas y ver por mi misma la manera disciplinada de vivir que tienen. Le conté mi idea a mis padres, quienes se rieron de mi ocurrencia y dijeron que no aguantaría ni un día viviendo en un convento alejada de todo, pero al ver que hablaba en serio hablaron con el párroco, quien se puso en contacto con un convento de la zona en donde vivo.

Debo decir que para mí edad ya he tenido algunas experiencias relacionadas al sexo, por lo que eso sería lo más traumante de mi aventura, ya que me gusta coger y también masturbarme cuando me dan ganas. Al tener una respuesta positiva de parte del convento el párroco se comunicó con mis padres. Debía estar el lunes a primera hora ahí para empezar mi vida en el claustro.

Me fueron a dejar y fui recibida por una monja de unos treinta años, la hermana Esperanza. Al verme dijo: “Lo primero que debe hacer es dejar las cosas del mundo atrás. Deme su teléfono, se le devolverá cuando salga de aquí”. Sentí un escalofrío recorrer mi cuerpo, ya que no puedo estar sin revisar mis redes sociales, también hay tengo algunas cosas que a las monjas no les gustaría ver, pero bueno, la ocurrencia era mía y accedí a entregarlo. Me despedí de mis padres y la puerta del convento se cerró. Iba arrastrando mi maleta siguiendo a la monja, pasamos por el patio, en dónde había otras religiosas afanadas en sus tareas, entramos a un edificio de pasillos estrechos y con poca luz, era algo lúgubre pero sin duda cautivador. Pensaba en lo que esas viejas paredes de piedra habían visto con el correr de los años e imaginaba tantas cosas que en algún momento parecía como embrujada por el ambiente.

Llegamos a una puerta, ella la golpeó y del interior se escuchó una voz que dijo: “¡Adelante!”. Era la oficina de la Madre Superiora, una mujer que no superaba los sesenta años. “Permiso Madre, perdone usted, pero traigo a la huésped para que la conozca” –dijo la monja. “Gracias hermana Esperanza, puede dejarnos solas” –dijo la Madre Superiora. “Sí madre. Qué tenga un buen día” –dijo la hermana retirándose de la oficina. La Madre Superiora no tendría cincuenta años, era una mujer que detonaba algo de belleza, se veía gentil, por lo que pensé que no la pasaría tan mal. La superiora se puso de pie y dijo: “Bienvenida señorita. Es un placer tenerla aquí “. “Gracias Madre. Es usted muy amable y le extendí la mano. Ella me saludó con una sonrisa. “Por favor tome asiento. ¿Qué la trae por aquí?” –me preguntó. “La simple curiosidad madre. Siempre me ha llamado la atención la manera en que viven, saber más de esa vida consagrada al servicio de los demás, la disciplina con la que se manejan. Tal vez piense que son pensamientos banales, pero así es la curiosidad” –le respondí. “Ya veo, la curiosidad puede ser una hoja de dos filos, porque puede que le guste lo que aquí se vive y quiera quedarse o no le guste y quiera irse en pocas horas. Solo le digo que aquí no hay mayor entretenimiento que las labores del día, el rezar y ver la forma desinteresada en que se pueda servir” –dijo ella en tono serio. “Lo entiendo, pero no puedo decir que si me guste o no, si no lo experimento en primera persona” –le dije con una sonrisa. “Tiene usted razón. Acompáñeme” –me dijo. Salimos de la oficina y caminamos por esos pasillos poco iluminados. Me llevó a lo que ellas llaman celda, una habitación pequeña con una cama y una mesa con silla que usaban como escritorio, había unos colgadores para que dejara mi ropa. “Aquí usted dormirá. La dejaré para que pueda instalarse y después nos encontraremos en el patio” –dijo ella. “Gracias Madre” –le dije sonriendo.

En esa pequeña habitación pensaba en que si era un error estar ahí, pero resonaban los dichos de mis padres; quería demostrarles que si me lo había previsto estaría la semana completa. Percibía en el aire un olor a encierro, mi voluntad de permanecer estaba siendo probada al máximo, pero me caracterizo por ser testaruda y poco a poco ese pensamiento de querer irme desapareció. Saqué las cosas de mi maleta y colgué la ropa, me tiré en la cama unos minutos y sentí como un viento recio que sopló dentro de la habitación, tuve un poco de miedo pero se disipó. Me puse a pensar en aquellos momentos placenteros que disfrutaba en la soledad de mi habitación, cuando estaba caliente y con las piernas abiertas jugando con mi vagina. Me estaba excitando, sentía que mi sexo se humedecía, lentamente mis manos empezaron a recorrerme, levanté mi polera para jugar con mis tetas y apretar mis pezones. ¡Me encanta esa sensación de dolor que se mezcla con el placer! Sentirlos duros solo con el roce de mis dedos me provocaba algunos gemidos que intentaba ahogar pero la calentura era más fuerte que la razón. Desabroché mi jeans y metí una mano entre mis bragas ya estaban empapadas. Empecé a tejer esas oscuras imágenes mías tocándome cuando mis padres dormían, la calentura que estaba sintiendo me tenía en el borde más morboso que jamás había experimentado. ¿Tal vez era el lugar? No sé pero saber que estaba en un lugar consagrado alteraba mucho más mis hormonas. Seguí hurgando mi clítoris con ya no tanta delicadeza, mis dedos hacían movimientos frenéticos, me retorcía en la cama y gemía casi sin control, las paredes de piedra eran testigo de mi lujuria, hasta que al fin el orgasmo llegó haciendo que mis labios dejaran escapar placenteros gemidos que no pude reprimir por mucho tiempo. Estaba tirada en la cama retorciéndome de placer, cuando ese mismo viento recio resopló otra vez, esta vez no sentí miedo, más bien algo de excitación, tenía la sensación de que alguien me observaba, lo que hacía más intenso mi placer. Cuando terminé de darme amor, coloqué mi ropa en los colgadores, arreglé la ropa que tenía puesta. Había un jarro con agua y un lavatorio, lavé mi cara y mojé mi cabello, salí intentando encontrar el patio pero como no conocía muy bien terminé dando vueltas por esos fríos y casi oscuros pasillos, incluso caminaba con una mano apoya en la pared y daba paso lentos, solo veía puertas que parecían ser otras “celdas” de las monjas, hasta que al fin pude dar con la salida al patio.

Al darme los rayos del sol en los ojos fue como un golpe, tuve que entrecerrarlos y poner mi mano haciendo sombra, ya que la penumbra de los pasillos no dejaba que el entrara al convento. Cuando mis ojos se adaptaron a la luz había veinte monjas reunidas esperándome. “Sí que se ha demorado en guardar su ropa” –dijo la Madre Superiora. “No, no fue eso, es que me perdí intentando buscar la salida” –le respondí. “Le recuerdo que está por su voluntad y que si se quiere ir puede hacerlo cuando quiera” –me dijo ella. “Entiendo Madre, pero créalo o no, cuando me propongo una meta hago lo que esté a mi alcance para conseguirlo. Estaré aquí la semana completa como le debió comunicar el párroco” –le dije sonriendo. “Sí, así me lo comunicaron, pero eso no quiere decir que tendrá privilegios, vivirá de la misma forma que lo hacen las hermanas aquí reunidas, también tendrá que trabajar en las labores que se le asignen y no puede faltar cuando se llame a rezar El Rosario ni a la lectura de las Escrituras” –dijo la Madre con tono severo. “Sí, Madre, lo entiendo” –le dije. “Hermana María José, usted será la encargada de guiar a la srta. Zúñiga por el convento este día. Se encargará de que aprenda en donde está cada cosa para que no de vueltas como alma en pena” –ordena la Madre Superiora. “¡Así se hará Madre!” –respondió la monja.

La Hermana María José era una mujer que no tendría más de treinta y cinco años, a pesar de no tener maquillaje en su rostro se veía que era hermosa, con unos imponentes ojos verdes que me miraban de manera intensa, como diciendo que me arrepentiría de que ella fuese mi guía. Luego de entregadas las instrucciones para el resto del día las monjas y la Madre Superiora me dejaron sola con la Hermana. “Señorita Zúñiga, ¿por qué quiere estar una semana acá? Nosotras no estamos para complacer los caprichos de una hija de papi, hemos consagrado nuestra vida a Dios y al servicio de los demás” –me dijo dejando en claro que poco podría contar con ella. “Hermana María José, por extraño que parezca, siempre me ha llamado la atención saber cómo viven, conocer su rutina y aprender” –le dije. “¿Aprender qué?” –me preguntó. “Soy católica desde que me acuerdo y nunca he ido a misa desde que me bautizaron y cuando hice la Primera Comunión, así que entenderá que me gustaría conocer más a fondo mi religión” –le dije intentando agradarle, pero sus ojos verdes me miraban con desprecio. “Vamos a caminar para que conozca bien el convento, camine a mi lado y hágalo de manera normal, aquí no es una pasarela” –me dijo con enojo. Caminamos tres veces por el convento, cosa de asegurarse que recordara cada pasillo que había. Estábamos en eso cuando el replicar de las campanas anuncia el mediodía. “¡Sígame!” –me dijo ella, yo iba casi corriendo intentando alcanzarla. Llegamos al comedor, al parecer era la hora del almuerzo. La Madre Superiora estaba en la cabecera de la mesa y había dos monjas sirviendo los platos. La Madre se pone de pie y dice: Hermanas, vamos a deleitarnos con lo que el Señor nos da para alimentarnos, por lo que debemos dar gracias”. Las monjas agacharon sus cabezas y tomaron sus manos en señal de plegaria mientras la Superiora pronunciaba la oración. Cuando terminó comimos en silencio, como si no tuvieran permitido hablar mientras estaban en la mesa, cosa que me pareció extraña ya que soy muy parlanchina y se me hacía imposible mantener la boca cerrada.

El silencioso almuerzo terminó y cuando se nos permitió levantarnos de la mesa la Hermana María José continuó con su recorrido por el convento. Le pregunté: “¿Por qué nadie habló en el almuerzo?”. Me miró y respondió: “Es un tiempo de reflexión y de acción de gracias, en donde guardamos reverencia”.  Caminamos por el patio y llegamos a una especie de establo que tenía puertas grandes y cerradas por un enorme candado, la curiosidad me invadió y le pregunté: “Hermana, ¿qué hay ahí que está cerrado?”. La respuesta fue casi instantánea: “Nada que a usted le importe señorita Zúñiga”. Grave error de la monja porque lejos de disipar mi curiosidad hizo que aumentara. “No sea así, dígame, en seis días me iré y no le diré a nadie que hay en ese lugar” –le insistí pero ella guardó silencio. Mi retorcida imaginación me hacía pensar en el fin de cosas que se podrían hacer en ese misterioso edificio de madera alejado del convento. “Hay cosas que es mejor no saber señorita, creo que fue un error venir para acá” –me respondió. Ya se acercaba la hora de la oración, por lo que debíamos volver para reunirnos en la capilla. Cuando llegamos tomamos asiento al lado de otras monjas que tenían su rosario en las manos, entonces pensé: “Esto va a ser largo”. A media que los misterios gloriosos y piadosos eran recitados a mí me estaba dando sueño, mis ojos se cerraban y se me proyectaba la imagen de ese vetusto edificio. “¿Qué misterios se ocultan detrás de esas puertas? ¿Por qué la monja no había querido decirme si quiera si aún lo usaban?” –me preguntaba hasta que ganó el sueño.

Cuando el rosario terminó yo seguía dormida y me desperté por un fuerte golpe en la banca que estaba delante de mí. “¡Despierte señorita!” –fue el grito que dio la Madre superiora. Abrí los ojos sobresaltada, con susto. Cuando miro a mi alrededor, solo estaba la Hermana María José a mi lado y la Superiora al frente. “Lo que ha hecho es considerada una falta y merece un castigo, pero usted no tendrá el privilegio de expiar su falta, sino la Hermana María José, porque ella es su guía y ella será castigada. “Madre, eso es injusto, la de la falta fui yo, no ella” –le dije de forma tajante. “Mire señorita, aquí usted es una más por lo que le sugiero que no emita palabra hasta que se le diga que lo puede hacer” –me dijo severamente. Entraron dos monjas con sus hábitos pero tenían el rostro cubierto, serían las encargadas de hacer valer la voluntad de la Superiora y castigar a la Hermana María José por mi culpa. Me tomaron de un brazo y a ella también, la Superiora caminaba detrás de nosotras, era como si camináramos por el pasillo de los condenados, salimos al patio y caminamos hacia ese edificio de madera. La madre sacó la llave y abrió el candado, lo que mis ojos vieron me dejó asombrada. Frente a mi habían dos tablones de madera que formaban una X y numerosos candelabros con velas. La madre cerró la puerta y las monjas encendieron una a una las velas, la Hermana María José estaba de pie, en silencio, resignada a recibir el castigo. La Madre Superiora me miró y dijo: “Lo que usted ve es la cruz de San Andrés. Él fue un Apóstol de Nuestro Señor y hermano de San Pedro. Cuando fue condenado a muerte no se consideró digno de morir como lo hizo el Hijo de Dios ni como murió su hermano, por lo que lo crucificaron en una cruz en forma de X”. Mi asombro fue demasiado, que mis ojos se llenaron de lágrimas no por la muerte de ese hombre sino porque no sabía que harían con la Hermana María José. “¿Tan severo será el castigo que recibirá la hermana por mi culpa?” –le pregunté. La Superiora rio y respondió: “No, ella no morirá pero si sentirá en su carne lo que sintió nuestro Señor al ser azotado”.

Con un gesto de la Superiora las monjas le quitaron el hábito a la Hermana María José y la pusieron en la cruz, sujetándola con gruesas cadenas de pies y manos. Estaba desnuda y de espalda a nosotros, entonces mis morbosos ojos se clavaron en su culo, por un momento sentí como mi entrepierna se mojó al verla, ya que su culo se veía firme y duro. La Superiora dictó la sentencia, cada una de las monjas le daría veinticinco azotes, para eso ocuparían una especie de látigo corto pero que tenía muchas tiras de cuero. Era la primera vez que presenciaría algo así, el morbo y la excitación se habían apoderado de mí, sentía mojada mi vagina y palpitaba. A la orden de la Madre Superiora las monjas empezaron con el castigo, cuando la Hermana María José recibió los dos primeros azotes de sus labios salió un grito desgarrador de dolor, lejos de quitar la vista seguí viendo atentamente como su cuerpo era flagelado. La sensación de excitación que me invadía era inmensa, aunque era algo nuevo a mis ojos. El quinto azote cayó en su culo, el cuerpo de la monja se estremeció pero después lo movió de forma sensual, ya no aguantaba las ganas de desabrochar mi jeans y masturbarme pero intentaba mantener la compostura.

Cuando la primera tanda de azotes terminó pude ver que la espalda y las nalgas de la Hermana María José tenían pequeños hilos de sangre que adornaban su piel, respiré profundo intentando despejar mi mente, ya que estaba demasiado caliente. La Madre Superiora se veía complacida pero faltaba el resto. Me miró y fue como si supiera lo que estaba sintiendo. “¿Eso le calienta señorita Zúñiga?” –me preguntó con un tono morboso. Guardé silencio, no quería delatarme ante ella, ya que es alguien que no tiene compasión cuando a la hora de castigar se trata, ya que lo estaba contemplando por mí misma. “Responda mi pregunta” –me dijo. Titubeando le contesté que sí. Sonrió de forma morbosa y dijo: “Se le nota en la cara, en sus ojos y como muerde su labio al ver como la Hermana recibe el castigo”. La superiora dio la orden de que voltearan a la monja en la cruz de San Andrés, dejándola de frente a nosotras. La hermana María José tenía un cuerpo exquisito, de tetas grandes y con pezones durísimos, su vagina lucia cuidada, solo una línea de vello de dejaba ver, el resto estaba completamente depilada. Su rostro estaba cubierto por el sudor, su pelo cubría sensualmente su lado derecho pero en sus ojos se notaba placer, como si estuviera disfrutando de lo que estaba pasando. “Dígame si no se ve hermosa” –me dijo la Madre Superiora. No sabía que responder y solo atiné a decir que sí. “Ahora verá como lo disfruta” –dijo la Superiora Sonriendo. La orden llegó y la otra monja empezó a azotar a la castigada, primero en sus tetas, la Hermana María José soltó un delicioso gemido que inundó mi entrepierna. Mi mano derecha bajaba lentamente por mi vientre hasta llegar a mi vagina y tocarla por encima del jeans. La Superiora se percató de lo que estaba haciendo y me preguntó: “¿Sigue caliente señorita Daniela?”. Asentí, no podía hablar y eso que solo habían pasado los cinco primeros azotes. La cara de la Hermana María José era de placer, ella disfrutaba que su cuerpo fuera castigado y me transmitía su calentura al mirarme a los ojos.

Otros cinco azotes cayeron en el vientre de a Hermana María José que gemía con locura, entonces mi calentura se encendió y mis dedos se deslizaron entre los jeans, la Superiora me miraba con morbo, entonces me tomó del cabello y me puso de rodillas, subió su hábito y puso su vagina en boca, entendí de inmediato lo que debía hacer. Mi lengua se deslizó entre sus vellos buscando su clítoris, estaba igual de mojada que yo, más la combinación de mi saliva lo hacía delirante. La Superiora gritó de placer al sentir como mi lengua la recorría. “Suelten a la Hermana María José y pónganla de rodillas a mi lado” –ordenó la Madre Superiora. La calentura la había hecho tener algo de piedad o al menos eso pensaba. Les dice a las otras monjas que se vayan y que nos dejen a las tres. No sabía que pasaba por su mente pero eso no importaba, ya que con la calentura que tenía no podía pensar de manera clara. Al ver a la Hermana María José abriendo las nalgas de la Superiora y lamerle el culo mi vagina palpitaba con intensidad. La Superiora me puso de pie y ordenó: “¡Desnúdate!”. Obediente me quité la ropa, ella seguía gimiendo al ser invadido su culo por la lengua de la Hermana María José y metió una de sus manos por su entrepierna para estimular el clítoris de la Superiora. La monja Mayor acarició mis tetas y apretó mis pezones, esa sensación que produjo en mí hizo que casi me entregara a un orgasmo endemoniado, pero me pude contener. No llevaba si quiera un día y estaba siendo usada para satisfacer los deseos carnales de una mujer que supuestamente había hecho votos de castidad y celibato.

Los gemidos de la Superiora eran brutales pero los acalló metiendo su lengua en mi boca, dándome el más perverso de los besos que he recibido, la manera en que me besaba era deliciosa y aunque tenía mis pezones aprisionados yo disfrutaba de esa dulce tortura que recibían mis tetas. Hizo que la otra monja se pusiera de pie y entre las dos le sacamos el hábito, sus tetas eran grandes pero algo caídas, sus pezones grandes y tan duros como los de la Hermana María José y míos. Estando las tres desnudas, la Superiora le ordena a la monja que se tienda en el piso, ella de inmediato lo hizo. Me puso a mí en cuatro y lamerle la concha a la monja que rebosaba de fluidos. Hacerlo fue todo un placer para mí, ya que los gemidos que daba la monja eran sensuales, la manera que ese apretaba las tetas era con una perversión que invitaba al pecado. Estaba deleitada comiéndose esa rica vagina cuando siento presión en mi agujero, la Superiora se había puesto un arnés con una verga de plástico e intentaba que mi culo le diera entrada. Me acomodé de mejor forma y abrí mis nalgas para que pudiera penetrarme a su antojo. Cuando estaba entrando di un grito que me estremeció por completo, mi culo se estaba amoldando a la forma de esa verga plástica que entraba lentamente, por un momento hizo una pausa dándome un poco de alivio, pero casi enseguida empujó con fuerza clavándomela completa.

La Superiora se aferró a mis caderas con sus manos y empezó con movimientos frenéticos que me hacían delirar, sentía como mi culo se abría y disfrutaba de esas perversas embestidas. A pesar de la cogida que me estaba dando la Superiora mi boca no se separaba de la vagina de la Hermana María José que gemía y se retorcía como endemoniada, el placer que ella sentía era tan brutal como el que estaba sintiendo yo. No pasó mucho tiempo para que acabara en mi boca, dándome a beber sus abundantes fluidos, mi placer era infinito, ver como la monja acababa y como la Superiora me reventaba el culo me tenían al borde del colapso. La Superiora se detuvo y se tumbó en el piso, le ordenó a la Hermana María José que se subiera encima de ella, no sé de dónde sacó fuerzas pero se montó encima de esa verga plástica y se deslizó despacio para que la Superiora empezara a cogérsela con fuerza, su vagina estaba tragando cada centímetro, la cara de placer de la monja era toda una obra de arte, el sudor corriendo por su cuerpo y sus ojos llenos de lujuria me calentaban. Entonces la Superiora hizo que pusiera mi vagina en su boca, cosa que hice sin dudarlo. Su lengua quemaba mi conchita y me hacía gemir tanto como a la Hermana María José que se movía furtivamente en esa deliciosa verga de plástico que abrió mi culo. La lengua de la monja Mayor se movía con lujuria, desatando un intenso orgasmo que me recorrió por completo, mis fluidos fueron sorbidos por esa lujuriosa boca pero no dejó que saliera, sino que siguió con frenesí haciendo ese recorrido perverso. Tenía de frente a la Hermana María José y le chupaba las tetas siguiendo sus armoniosos movimientos. ¡Oh, qué placer sentía! Lo que me valió otro orgasmo tan intenso como el primero, luego la monja que se movía con deseo sobre esa verga de plástico también cayó presa del orgasmo, dando sacudidas brutales.

La Madre Superiora nos dio solo unos segundos de descanso, para luego ordenarnos que le comiéramos la concha y el culo a la vez. Esta vez fui yo la encargada de saborear ese agujero y la otra monja la que lamió esa vagina húmeda. La Superiora gemía y se movía sus nalgas, dejando mi cara metida en su culo que saboreaba como loca, al cabo de unos minutos la Superiora también era azotada por olas de placer que la hacían quedar sin aire. Nos quedamos tendidas por unos momentos en el piso disfrutando de tan idílico momento, luego ambas monjas se pusieron sus hábitos como si nada hubiera sucedido, también me vestí y salimos del viejo edificio. Ya se había hecho de noche y quería darme una ducha para tirarme a la cama. El resto de la semana fue casi idéntico, terminaba rendida de coger con la Madre Superiora y la Hermana María José. Cuando arreglé mi maleta pensaba en quedarme en el convento pero también me gustaba la libertad y estar ahí era renunciar a eso y a todos los placeres mundanos. La Superiora me devolvió el teléfono y me dijo: “Usted sabe que ha sido más que un gusto tenerla aquí señorita Zúñiga”. “Lo sé Madre, lo mismo ha sido para mí, el más intenso de todos los placeres” –le respondí. Cuando me despedí de la Hermana María José, le dije: “Si valía la pena saber que había en ese edificio apartado. Ahora que lo sé, tenga usted por sentado que estaré para seguir disfrutando de lo que ahí se esconde”. Al menos siete días de las vacaciones las pasaba en el convento como una ilustre visita y comprendí que no solo de rezos ni misas viven las monjas ahí. Me pregunto de que más han sido testigos esas viejas paredes y pasillos lúgubres.

 

 

 

Pasiones Prohibidas ®

2 comentarios:

  1. Que buen relato Caballero esta exquisita cada línea llena de lujuria como siempre excelente escrito

    ResponderBorrar
  2. Me encantó!!!! Lleno de morbo, muy caliente

    ResponderBorrar