Entradas populares

martes, 28 de noviembre de 2023

75. Bañada en cera

 


El Obispo Jerome, con el fin de ganarse las simpatías del Conde le preparó una sorpresa que sabía que sería de su gusto y una vez que estuvo todo preparado habló con él. “Por favor, Su Excelencia. Hay alguien a quien deseo que vea” –dijo el Obispo Jerome. Andrew, el Señor feudal del castillo, empujó a la atractiva joven rubia de su regazo y se levantó de mala gana para seguir al sacerdote. “¿Qué pasa ahora, Jerome? Lo que tienes que enseñarme mejor que sea bueno si no quieres que me enfade” –le dijo Andrew. El clérigo sonrió mientras juntaba los gruesos pliegues de su hábito y empezaba a descender por los escalones de piedra tallada. No tuvo que hacer una pausa o darse la vuelta para saber que Andrew, el bastardo señor feudal que dirigía este lugar, estaba pisándole los talones. “Vamos a la mazmorra. Sígame, por favor” –dijo Jerome. El obispo sabía que cerdo este estaría contento cuando viera lo que le había preparado. La gruesa madera de la puerta de la mazmorra se abrió con un crujido al raspar la mampostería mojada. Varios artilugios de tortura abarrotaban la cámara abovedada. Varios fuegos ardían y nubes de vapor trepaban alrededor de un gran caldero colocado en una esquina. Dos monjas y un monje estaban de pie contra la pared del fondo. Colgada entre ellos, había una doncella cuyos rasgos atléticos coincidían con su belleza física. Las monjas se alejaron cuando los dos hombres se acercaron. El monje, cuyo rostro estaba oculto por la capucha profunda que llevaba, permaneció donde estaba y en silencio.

Andrew se detuvo a poca distancia de Christine. El espléndido desnudo lo excitó mucho. El largo cabello castaño fluía a lo largo de los lados de su rostro dormido. Supuso que era aún más largo, ya que le caía sobre la espalda, tenía los músculos flexionados sobre piernas suaves, los dedos de los pies diminutos estaban extendidos sobre una piedra. Podía ver las venas verdosas corriendo a través de los pequeños huesos. “Qué bueno es ver cosas así que resultan muy rápidas para calentar a los hombres” –pensó. Allí estaba ella, con sus rosados labios internos de su vagina que asomaban por debajo del pequeño triángulo de vello oscuro. Sus tetas subían y bajaban mientras respiraba aceleradamente, sus gruesos pezones surgían tiesos de los suaves óvalos de sus cremosas ubres. “¡Qué sorpresa me has dado, viejo santo bribón! Esta joven es un trofeo maravilloso.  ¿Es ella quien creo que es?” –le preguntó el Conde Andrew agarrando juguetonamente el cuello del obispo. El obispo se liberó del abrazo del Conde y le dijo: “Nada menos que una de los líderes de los bandidos que durante tanto tiempo están plagando su bosque, amable Señor”. “Haz que la traigan a mis aposentos inmediatamente” –ordenó el conde. “Excelencia esa es una sabia decisión por su parte, aunque si pudiera, humildemente le propondría otra sugerencia” –interrumpió el obispo eligiendo sus palabras con tacto. El Conde Andrew lanzó su mano desnuda con fuerza sobre una nalga de la prisionera. La palmada dejó una huella rojiza en la carne blanca, las cadenas tintinearon, el pecho se meció con su torso. El Conde admiró la carne fina, pero también vio a regañadientes que su obispo tenía más cosas que decir. “Mi monje me ha dicho que las mujeres son espléndidos sujetos de tortura y en el caso de esta sería bastante excepcional. Nosotros, sin embargo, tenemos otros planes para que su señoría pueda disfrutar más” –le dijo el obispo inclinándose en reverencia mientras hablaba. Christine gimió cuando el Conde le volvió a dar otra fuerte palmada en el culo. Luego al meterle sus dedos en su vagina la despertaron aún más de su estado drogado en el que estaba sumida. “¿Y qué podría ser eso?” –preguntó el conde. Los ojos oscuros de Christine apenas se abrieron, pero vio a los dos hombres justo debajo de ella. “Sorprendamos al Príncipe y a sus invitados en el Gran Banquete de esta noche. Ella será la pieza central de tu mesa, una escultura de vela viviente” –le dijo el obispo mirando hacia arriba. El Conde retiró la mano que tenía metida en la vagina de la prisionera. El rudo guerrero se llevó los dedos a la nariz e inhaló gruñendo, dijo: “Muy bien. Sólo asegúrate de que sea torturada de antemano”. “¡Como desee, Su Excelencia!” –dijo el obispo. Jerome hizo una reverencia cuando el egocéntrico Conde se alejó… Sus espuelas resonaron sobre el suelo frío… Bajo la reverencia del obispo Jerome había una malvada sonrisa. Volviéndose hacia el monje, dijo: “Ella ya ha sido lavada y preparada. Me quedaré para ver que tus tareas sean hechas apropiadamente”.

El monje con el rostro oculto dentro de su capucha gris oscuro esperó a que el obispo se sentara cerca y luego asintió a las dos monjas que acudieron a su lado llevando cada un látigo largo. Todos los religiosos habían sido entrenados previamente por el obispo Jerome y sabían qué hacer. Cada hermana levantó su látigo. En el extremo de cada uno había piezas de hierro de tres garras. Ellas se situaron  a ambos lados de la espalda de Christine. El religioso encapuchado asintió con la mano y ellas comenzaron. La cabeza de la prisionera se sacudió hacia el techo cuando las puntas de metal le arañaron el hombro derecho. La cara de Christine comenzó a sudar y se mordió el labio. Los rasguños no eran muy profundos, pero le impactaron y pensó que lo peor aún estaría por venir. Había oído algo sobre velas y torturas, ahora sabía dónde estaba: en el Castillo del Conde Andrew y nada menos que en su mazmorra. A la monja no se le ordenó golpear con el látigo directamente, sino más bien lanzarlo para que se enrollara en forma de serpiente por la espalda de la prisionera. Un poco de sangre salió y corrió en la estela del hierro, pero la monja hizo lo que le indicaron y no presionó con fuerza mientras continuaba su trabajo, la garra arañó un hombro, mordió la columna vertebral y volvió a curvarse cuando se acercó a la curvatura de las caderas de la prisionera. A medida que su látigo descendía, se hizo más fácil y trazó tres rayas escarlatas a través del culo y la parte posterior de un muslo, se detuvo justo por encima de la parte posterior de la rodilla de la prisionera. Los tres religiosos retrocedieron para admirar las líneas en ‘S’ que había marcado la primera monja en el cuerpo de la víctima.

La segunda monja hizo lo mismo, excepto que sus líneas serpentearon opuestas a las de la otra religiosa. “¡Muy bien, hermanas! Ahora hacedlo recto hacia abajo por los costados y luego por el frente” –dijo el obispo Jerome desde su silla. La parte trasera desgarrada brillaba en la mazmorra sombría, aun así, no había oído ni grito de la prisionera, lo cual estaba bien: su oído no necesitaba ser estresado por los gritos que resonaban dentro de las paredes de la mazmorra. Christine puso más peso sobre los dedos de los pies, los cortes del látigo dolían, pero ella se mordió la lengua para no gritar. Su cabeza trató de girar hacia un lado mientras sus ojos buscaban a esos hábiles verdugos, pero no pudo ver dónde estaban. Sólo el susurro de hábitos de las monjas cambiando de posición llegó a sus oídos. Aparecieron tres ronchas que descendían de una axila afeitada, cortadas sobre costillas definidas, cortadas en el flanco, sobre la cadera y el costado del muslo. Más riachuelos de sangre por desgarro de la piel debido a las garras de los látigos que sonaban cuando eran blandidos y la golpeaban, pero esta vez fluían a lo largo de las líneas rectas.

El sudor perlaba su frente, ella echó la cabeza hacia atrás y empezó a gritar, pero pronto cerró la boca. El miedo la invadió cuando sintió que la estaban desollando viva, su corazón latía rápido y su respiración se había agitado. Cuando consideraron que su piel ya estaba suficientemente desgarrada, la bajaron y la ataron a una silla pesada sin asiento. Christine dejó caer la cabeza. La suciedad oscurecía la mayoría de las líneas que cruzaban la parte superior de cada pecho, alguien le echó la cabeza hacia atrás y vio que una de las monjas le arrojaba un balde de agua. La ráfaga de agua helada la enfrió, tosió y se atragantó. Al menos eliminó la mayor parte de la suciedad. Christine miró hacia abajo. Los cortes serpentinos contrastaban mientras bajaban por la piel blanca de su frente corporal, sabía que líneas similares ahora estaban por todo su cuerpo. “¡Fascinante! Lástima que tenías que ser un cirio” –le dijo el obispo. Él lo comentó en voz alta mientras observaba a las monjas limpiar las manchas húmedas y usar toallas para envolver en un turbante el pelo en cascada de la prisionera. “Como sabes, la mayoría de esos cortes que podrías considerar desfigurantes, son solamente superficiales y no te dejarán marcas permanentes” –le explicó el obispo. “Sigue. Esta segunda fase de preparativos, le será menos de su agrado” –le dijo al monje encapuchado, quien a su vez señaló a las monjas. La joven prisionera vio a una monja arrodillarse junto a la silla en la que estaba atada; su cara estaba arrugada y los ojos carentes de vida. En la palma de la mano llevaba un pequeño punzón de madera, con una mano nudosa agarró el pecho de Christine. El punzón tenía un extremo puntiagudo y quedó clavado en medio de su pezón. “Por supuesto que no tienes ninguna abertura disponible en cada pezón.  Nuestra buena hermana te hará un agujero en cada uno ellos” –dijo el obispo Jerome desde su cómoda silla donde estaba sentado. La monja empujó el punzón como venganza, la cabeza de Christine voló hacia atrás y gritó salvajemente por el dolor que le causaba. Con poderosas embestidas de su antebrazo, la monja empujó y retorció el punzón en el pezón. Lentamente comenzó a hundirse más profundamente en su carne causándole gran dolor, un chorro de sangre oscura salió cubriendo el área. La monja secó el chorro espeso de sangre junto con el sudor fresco antes de pasar al otro lado de la silla de la cautiva. Las lágrimas nublaron los ojos de Christine, de su pezón agrandado asomaban dos tercios del punzón de madera. Ella ignoró el movimiento de la monja hasta que sintió el mismo trato en su otro pezón. Los gritos de dolor volvieron a sonar en la mazmorra. Resultó mucho más fácil, aunque humillante para la víctima, insertar dos punzones más, uno en la vagina y la otro en el ano de Christine.

El obispo Jerome se levantó y se acercó a Christine y le dijo: “Me temo que esta será la última vez que escuches como lo has hecho antes. No te perderás mucho”. El obispo fingió una sonrisa paternal y se sirvió un poco de vino antes de volver a su asiento para disfrutar del resto de los preparativos. Christine sintió perforados ambos tímpanos, ella pudo haber gritado, no estaba segura, pero sintió que cada oreja se llenaba de punzones de madera. Sospechaba que sobresalían de sus oídos como los otros punzones sobresalían de otros lugares de su cuerpo. El monje silencioso observó cómo gruesas correas de cuero sujetaban la cabeza al respaldo, los ojos castaños de la bella prisionera se movían de un lado a otro. Una vez que su cabeza estuvo asegurada, tenazas sujetaron los labios carnosos. Un metal apartó ligeramente los labios apretados de la boca de la víctima y una de las hermanas insertó otro punzón en medio de su boca. La otra monja tomó una gruesa aguja e hilo. Lágrimas inundaron los ojos de Christine. No vio nada más que la aguja y el hilo justo al lado de su nariz, hizo una mueca y tiró de las ataduras cuando la aguja se hundió. Un dolor insoportable la abrumó mientras le cosieron los labios. Luchó contra los grilletes y las cadenas de las muñecas, pero éstas aguantaron. En algún momento su vejiga se liberó, pero no le importó mear. Christine se estremeció y tuvo la oportunidad de abrir los ojos cuando sintió unos punzones clavados en cada fosa nasal.  La costura de sus labios había terminado, ya no podía mover los labios. El aire pasaba a través de las aberturas en su nariz y boca mientras hiperventilaba. “Aquí está tu molde” –dijo el obispo Jerome mientras dos de sus secuaces la  metían en la cámara una estructura de madera alta. La cabeza de la prisionera cayó cuando le soltaron la banda de cuero que le sujetaba la frente. La ayudaron a ponerse de pie, sus labios cosidos ya se estaban hinchando y comenzaron a decolorarse. Como la parte inferior de sus piernas y sus pies también fueron atravesados por las garras, la carne desgarrada dificultaba el movimiento, pero la ayudaron a llegar a la estructura de madera vertical. A medida que se acercaba, los secuaces religiosos lanzaron miradas en su dirección para ver su cuerpo desnudo torturado. La estructura fue abierta como una concha de molusco bivalvo, ella fue guiada al interior, las dos mitades luego se cerraron mientras ella permanecía de pie. El ajuste era apretado, sus brazos estaban extendidos, y alguien tiró hacia debajo de su larga melena. Christine, aunque luchó, se sintió apretada en el interior del contenedor, todo fue en vano, su rostro se inclinó hacia arriba, pero sólo vio las piedras del techo abovedado.

Las monjas fueron a comprobar el contenido de los calderos humeantes. Antes se habían colocado trozos de sebo y cera de abejas en las ollas calentadas. Ellas le dijeron al monje que todo estaba listo y él asintió. Christine observó cómo vio aparecer el culo del caldero cerró los ojos. La monja vertió lentamente la mezcla derretida sobre la cara vuelta hacia arriba de la prisionera, extraños sonidos gorgotearon en el molde cuando la cera derretida penetró en él. La monja inclinó más el caldero del que salió un espeso líquido dorado que entró también en la caja. La vista de la prisionera encerrada y luego cubierta con cera requería una sustancia más fuerte que el vino. Destapó una petaca de coñac y la vertió en su copa mientras observaba a la segunda monja poner su caldero junto al molde para vaciarlo dentro. “Es hora de ver cómo ha quedado” –dijo el obispo pasado unos minutos. Hizo un gesto al monje que se acercó y abrió el molde de madera. La cera ya se había enfriado lo suficiente como para que estuviera semidura. Ante ellos se encontraba una estatua viviente de cera. Débiles líneas rojas bajo la cubierta de cera revelaban las huellas de las garras que marcaron su piel. Inmediatamente se colocó un marco de hierro detrás de la espalda de la prisionera. El obispo estaba tan complacido con lo que tenía ante él que terminó el frasco y brindó por su propio ingenio. La cera se enfrió aún más y las monjas usaron cuchillos de escultor para alisar, recortar y cortar cualquier exceso. Se quitaron todos los punzones de madera y se ataron las muñecas de la prisionera a las vigas transversales del marco de hierro. Con cuidado, para no alterar la cubierta, le tiraron más abajo el pelo encerado, con unas cuerdas ataron sus extremos al montante de hierro.

Christine ya no tenía ningún movimiento, la cubierta de cera le cerró los ojos con fuerza, la única forma de respirar era a través de las aberturas de sus fosas nasales y la mitad de su boca. Sintió que le ponían algo en su pezón la primera en su pezón derecho, era una mecha, su espalda se arqueó sobre el travesaño, pero no pudo gritar aun cuando le hicieron mucho daño. El obispo Jerome explicó a todos que un baño de sal les habría dado mayor rigidez a las mechas y que la próxima vez lo hicieran de ese modo. Observó cómo se insertaba otra mecha rígida en el orificio de la otra teta.  Debajo, apenas podía distinguir las débiles líneas grabadas antes en su piel, parecían rosadas bajo la cera de oro marfil. Se insertaron más mechas entre las piernas, en las orejas y en las puntas atadas del pelo encerado, trajeron dos velas gordas de cera de abejas y las colocaron en el hueco de cada mano extendida, bandas de cuero sujetaron los dedos en su lugar. “Bueno, creo que nuestra pieza central para la Gran Fiesta está lista.  Indulgencias para todos ustedes por su trabajo ejemplar” –dijo el obispo con una sonrisa maliciosa en los labios.

Los colores estallaron en el gran comedor del Castillo. El Conde Andrew brindó por varios señores y damas, otros caballeros e incluso algunos plebeyos, veían el espectáculo desde su asiento en la cabecera de la larga mesa. Los deliciosos asados se devoraban tan pronto como se cortaban y servían. El besugo se unió a otros alimentos en platos elaborados en oro y plata. Los juglares entretenían a los invitados, las joyas brillaban con más color. Todos los presentes, sin embargo, esperaban el encendido de la vela viva. Era imposible de ignorar. La figura estaba de pie sobre una base que giraba lentamente en el centro de la mesa, ofreciendo una vista espléndida a cualquiera de los asistentes. Muchos se enorgullecían ante sus compañeros de cena al ver el intrincado flujo de líneas rojas debajo de la escultura encerada y lo que debió sufrir la victima al tener tantísima líneas, tanto hombres como mujeres fantaseaban con esa ideal de esa forma femenina. El estruendo de las trompetas fue algo absorbido por los pesados tapices, pero todos sabían lo que su sonido indicaba y su anuncio anticipado ansiosamente. El Conde Andrew se levantó para hablar mientras un pesado silencio se apoderaba de la sala. Un gran aplauso se escuchó el final de su brindis, los sirvientes apagaron muchas de las velas del salón y luego encendieron las mechas de las velas que sostenían las manos de la prisionera. La brisa aumento las pequeñas llamas de las velas, mientras Christine siguió girando lentamente. Los ojos azules del Conde Andrew brillaron ante el espectáculo. Luego se encendieron las mechas que sobresalían de los pechos de la prisionera. Muchos de los invitados aplaudieron; los más cercanos especularon en voz baja sobre el olor que inundaba el espacioso salón del castillo, si es que había alguno, vendría a medida que se derritiera más vela.

Christine no podía abrir sus ojos cubiertos por la cera endurecida, sintió el nuevo ardor llegando a su pecho. Su cabeza daba vueltas con el resto de ella. Respiró asustada más rápido a través de los tres agujeros. Las dos mechas entre sus muslos, insertadas en la vagina y en el ano chisporrotearon y luego se encendieron también. Las mechas encendidas se quemaron más cortas. La lengua de la llama frontal entre sus muslos lamió hacia arriba. Más cera se calentó y goteó, la joven comenzó a torcer las caderas cuando las diminutas llamas se elevaron.

Los invitados aplaudieron mientras la cera goteaba de sus pechos erguidos, que finalmente quedaron al descubierto.  El obispo Jerome sonreía en silencio, él también observó que el área ahora expuesta originalmente había sido un pequeño óvalo rosado. La carne brillante en ese momento brillaba con un rojo intenso. La base de la mecha metida dentro de cada pecho hizo que los tuviera hinchados al triple de sus dimensiones originales. Christine sintió el cosquilleo de la llama parpadeante en la zona de su clítoris, su torsión aumentó en un intento febril de evitar que se abrasara. Los labios cosidos se estiraban y tiraban con cada mueca. Sentado junto a su mujer, un Duque dirigió su atención al rostro giratorio de la doncella, una mancha rojiza se extendía debajo de la cera que cubría su barbilla debido a que los puntos de sutura los había separado al intentar gritar, perjudicando aún más a sus labios hinchados. El Duque también señaló a su esposa la cera derretida entre los muslos. Justo cuando el Duque Andrew se lo decía a su esposa, los rizos que formaban el triángulo de vello del pubis de la chica estallaron en llamas. La prisionera arqueó más la espalda por el dolor que sentía. Sangre fresca brotó de las puntadas abiertas de sus labios y empapó la cera pálida, mientras luchaba entre respirar o ahogarse con su propia sangre.

La prisionera trató de abrir los ojos, pero permanecieron cerrados. Sintió calor cuando se encendieron las velas que se hallaban en sus orejas. Los invitados vitorearon la vela humana que iluminaba su mesa. Los criados encendieron las mechas restantes, las sombras bailaban alrededor de los invitados debido al brillo de las llamas que emanaban principalmente de la gran chimenea y la mujer que estaba girando en la mesa. Casi todas las demás velas y lámparas del salón se apagaron para mostrar mejor el final realmente espectacular de la gran cena. Las llamas se dispararon hacia arriba cuando las mechas encendieron su pelo, el hollín marcaba donde el vello chamuscado había cubierto el pubis de la hembra. Christine continuó girando lentamente, como en una exhibición macabra. A medida que la cera continuaba derritiéndose, aparecieron más rasguños sobre su cuerpo. Muchas de las damas más cercanas a la chica arrugaron la nariz, ellas y sus parejas estuvieron de acuerdo que se trataba de una vela perfumada. Exudaba humos y olores de la prisionera. El Conde Andrew acarició el cuchillo de plata sobre la mesa, estaba sentado muy contento disfrutando de su cumpleaños. Si la reacción de sus invitados fuera una indicación, les daría gusto a sus súbditos. En la pared más cercana a la chimenea encendida, admiró su escudo heráldico y luego volvió su atención a la prisionera que también iluminaba el gran salón.

Su impecable sentido de la oportunidad se pondría en juego en esta ocasión.  Si ordenaba quitar a la prisionera demasiado pronto, correría el riesgo de provocar la ira de sus invitados. Si la dejaba demasiado tiempo a la vista, las llamas harían que la mujer fuera menos atractiva. El Conde Andrew no sabía cómo resolver este dilema mientras al mismo tiempo saboreaba la vista de las llamas gemelas que parpadeaban hacia arriba desde lo alto de las dos tetas de su prisionera. Los globos vueltos hacia arriba brillaban a la luz del fuego. La mayor parte de la cera se había derretido. Curiosamente, notó que los centinelas que había apostado para la vigilancia no los veía en las sombras que rodeaban el salón y pensó que ellos también merecían su diversión, sin preocuparse más.

Cuando el Conde Andrew se preparaba para tomar su decisión final sobre la prisionera una primera flecha atravesó la mesa y se clavó junto a su cuchillo de mesa. El Conde Andrew se levantó con un movimiento rápido y sacó su espada de su vaina. Los gritos comenzaron a extenderse por todo el salón. Platos de comida salpicaron por doquier mientras más flechas caían sobre los comensales. Muchos cayeron muertos donde estaban sentados, otros entraron en pánico y se apresuraron a intentar salir. La sangre de muchos señores y damas feudales, caballeros y comerciantes fluyó entre los arreglos florales.  De todos lados se escuchaban gritos de guerra. El Conde Andrew miró rápidamente de un lado a otro y luego corrió hacia la gran pared de piedra que bordeaba la chimenea del salón. Allí estaba la entrada a un pasadizo secreto. Al llegar, abrió la puerta secreta y se deslizó por un túnel oscuro.  Los sonidos de los invitados a la cena moribundos fueron los últimos en llegar a sus oídos cuando la puerta de piedra oculta se cerró y cubrió su escape.

El líder de los bandidos del bosque, Tyrone, saltó sobre la mesa de banquete, envainó su espada y se apresuró a ayudar a Christine. Metiendo la mano en su cinturón, sacó la pequeña daga que ella le había regalado en su cumpleaños hace dos años. Cortó las ataduras que envolvían sus dedos y liberó las cuerdas de sus muñecas. Sus lágrimas fluyeron mientras pasaba las yemas de los dedos suavemente sobre sus párpados cerrados de su amada. La condición en la que se encontraba era espantosa. Envolviéndola en sus brazos, se llevó a Christine, los trozos de cera caían mientras salían del Gran Comedor. Pronto, los dos abandonaron el Castillo con el resto de sus hombres.

Christine, con el tiempo, se recuperaría y volvería a ser la misma. “Ha pasado un tiempo y tus heridas han sanado. Nunca olvides que eres la mujer de mi vida y pelearé a muerte por vengar el daño que te hicieron” –le dijo Tyrone. Christine esbozó una sonrisa en los labios y con una mirada llena de lujuria le preguntó: “¿Seguro morirías por mí?”. Él la miró y le respondió: “Claro Christine”. “¡Entonces muere!” –le dijo mientras clavaba su puñal en el pecho de Tyrone, quien sin poder hacer nada sintió como la vida se le iba entre los ojos. Presurosa corrió por el bosque hasta perderse, sus pasos la llevaron de vuelta al castillo, clamó indulgencia a los guardias y pidió una audiencia con el obispo. Sorprendido por verla nuevamente y enojado por haberlo hecho levantarse de sus aposentos se reunió con ella en el patio del castillo. “¿Qué haces aquí mujer del diablo?” –preguntó el religioso. “¡Necesito clemencia de vuestra Merced! Acabé con la vida de Tyrone. Ahora estoy frente a usted, ya que entendí que siempre he sido una esclava y mi cuerpo está a vuestra disposición como así usted lo disponga” –le dijo. “Hablaré con el Conde para que la culpa de los crímenes que cometieron esos bastardos no sean motivo de venganza y puedas servir de la mejor manera a Dios nuestro Señor a través del dolor” –dijo el religioso. “Mi vida está a vuestros pies Mi Lord” –dijo la chica inclinándose ante él. “Ahora ve a mis aposentos, ya que se me apetece el cuerpo de mi nueva adquisición” –le dijo el obispo con una mirada morbosa.

Ya en la habitación el clérigo le dijo que se desnudara, ella obedeció sin oponer resistencia, ante los pecaminosos ojos del obispo estaba nuevamente el cuerpo desnudo de Christine, él no pudo disimular su excitación ya que bufaba como toro en brama. Levantándose el aparatoso camisón que traía puesto dejo al descubierto su virilidad a los ojos de la chica. “Es tiempo de que limpies tus pecados” –esbozó el obispo. Ella se acercó a gatas hasta él y estando en frente el religioso puso su miembro en los labios de Christine. Abrió la boca y sin decir palabra metió su duro miembro y ella con habilidad comenzó a chuparlo, el obispo estaba extasiado al sentir como la joven degustaba de su hombría la agarró del cabello y le dijo: “Sin duda eres una hija del diablo, una meretriz del infierno que sabe muy bien complacer a los hombres”. Por más aberrantes que pudieran parecer las palabras del religioso, en el fondo Christine sabía que tenía razón, las mujeres decentes jamás harían lo que ella está haciendo, pero parecía disfrutarlo ya que pasaba su rostro por aquel erguido miembro que palpitaba con frenesí y se lo volvía a meter en la boca para saborearlo de la forma más obscena posible. El religioso le indicó que se pusiera como las perras en el piso. “¡Si mi Lord!” –dijo ella en completa obediencia. Con las nalgas separadas por sus manos esperó con paciencia a que el obispo se quitara el camisón y se sirviera de su intimidad. Él no se hizo esperar, estaba listo para probar aquel cuerpo encendido en lujuria de su nuevo juguete.

Acomodó su miembro en la entrada el agujero de la chica y dijo mientras lo penetrada con poca delicadeza: “¡Por la autoridad entregada por Dios nuestro Señor y por el Papa, te absuelvo de tus pecados. En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo”. Ensartándola con brutalidad. De los labios de Christine salió un desgarrador grito, ya que su pequeño orificio era invadido sin ninguna misericordia. Aunque sus gritos parecían agónicos poco a poco sentía un inexplicable placer que la invadía, el obispo tomado fuertemente de sus caderas parecía embelesado en destrozar el agujero de Christine que se retorcía como una poseída. “¡Sí, mi Lord, use el sucio agujero de esta meretriz a su antojo!” –le decía ella siguiendo los frenéticos movimientos del clérigo. El obispo parecía un endemoniado embistiendo a la chica, bufaba y babeaba sobre su espalda, lo que aumentaba la excitación en Christine. “¡Siga mi Lord! ¡No quiero misericordia de su parte, quiero su lado perverso!” –le decía, mientras el obispo seguía con sus perversos movimientos. Su orificio ya no dolia pero palpitaba de forma estrepitosa, lo que arrancaba deliciosos gemidos de placer de los labios de la muchacha. “¡Mi Lord, está meretriz se deshace de placer!” –le decía, en señal de que estaba a las puertas un intenso orgasmo.

“¡Por el Dios del cielo!” –gritó ella con fuerza, mientras su cuerpo se sacudía de forma violenta; jadeaba, gemía y cayó al piso en el cual pasó su lengua con encendida lujuria. El obispo liberó su agujero y se puso frente a ella, la tomó del pelo dejándola de rodillas frente a su miembro y le dijo: “¡Ahora chupa y no te detengas hasta sentir como mi virilidad se derrama en tu boca!”. Ella obediente chupó el miembro del obispo, le gustaba como lo sentía palpitar en la boca, hacía tiempo que no sentía su sangre hervir como esa noche y disfrutaba estar al servicio de la lujuria del hombre de Dios para complacerlo. Otra vez pasó la virilidad de aquel hombre por sus mejillas pero él hizo que la metiera en su boca para que siguiera haciendo lo que se le había ordenado. Continuó con su faena hasta que sintió como el miembro del obispo Jerome se vació en su boca, provocando en ella una cara de satisfacción y placer que se mezclaba con la lujuria que reinaba en su mirada. El Obispo acarició su rostro y le dijo: “Haz sido una buena meretriz, hiciste que disfrutara cada minuto. Como premio podrás dormir en la alfombra como la perra que eres”. Christine agradeció ese noble gesto de bondad, ya acostada en el piso pensó en todo lo que había ocurrido con el obispo y se sentía privilegiada al saber que era un utensilio al servicio de aquel hombre que empezó a llamar mi Lord. Siempre estaría dispuesta a hacer lo que a él se le ocurriera con ella con total de recibir esa caricia en su rostro en señal de aprobación.

 

 

 

Pasiones Prohibidas ®

3 comentarios:

  1. Cada persona tiene que descubrir lo que le gusta, y Christine despues de todo el dolor descubibrió que le gustó ser sumisa.
    Excelente relato.

    ResponderBorrar
  2. Waoo que relato más intenso en donde se mostró tortura y se indicó sumisión ya que descubrió que es una perra dispuesta a complacer a la personas que le hizo descubrir su lado oscuro .
    Como siempre excele relato Caballero

    ResponderBorrar
  3. Excelente relato, lleno de perversión y de lujuria. JOL

    ResponderBorrar