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miércoles, 7 de febrero de 2024

101. Sor Carolina

 

La joven monja escuchó los gemidos que provenían del exterior. Un chico estaba temblando de frío y buscaba reparo entre el muro del convento y el árbol cercano. Ella se asomó a la única ventana de su celda y miró hacia abajo. Lo vio acurrucado en el suelo. Como buena samaritana, ella abrió la ventana y lo interrogó: “¿Qué estás haciendo ahí?”. El chico la miró compungido y tiritando por la baja temperatura le respondió: “Nada, hermana. Tengo frío, por favor déjame descansar, no le haré daño a nadie”.

La monja vio su harapienta y escuálida vestimenta, y supo inmediatamente que no estaba hecha para soportar el frío inclemente de la noche. “Niño, si te quedas allí te congelarás. ¿Acaso no tienes un lugar donde ir?” –le preguntó la monja con desespero. “No hermana, no tengo una casa donde ir. Soy huérfano y huí de un orfanato por los malos tratos que he recibido” –contestó el muchacho con serenidad. “Bien muchacho, entonces trepa al árbol y entra por mi ventana, te alojaré solo por esta noche” –dijo la religiosa movida a misericordia. El muchacho rápidamente se encaramó por el árbol y salto dentro de la habitación de la misericordiosa monja. “¡Oh, gracias hermana! Es usted una santa” –dijo el muchacho sonriendo. “¡No hagas ruido! Nadie debe saber que estás aquí. Debes irte antes que amanezca” –dijo la hermana poniendo su índice en los labios. “Pierda cuidado, hermana, lo haré; nadie notará mi presencia” –prometió el joven en voz baja. “Puedes recostarte en el suelo, muchacho” –le dijo la monja. El chico la miró con ojos lastimeros y un poco frustrado se acurrucó en un ángulo de la habitación en el suelo. “¡Gracias hermana, Dios la premie por su bondad! Qué tenga usted una buena noche” –dijo el muchacho. La monja volvió a su cama tratando de dormir, pero no podía dejar de mirar al chico que tiritaba en el suelo en el rincón de su celda. Le parecía sentir el sonido de sus dientes rechinando al sentir el duro y frio suelo en su humanidad. Lo escuchó preguntar: “¿Podrías darme una manta, hermana?”. “Solo tengo una manta” –le respondió la monja en un susurro. “¿Podemos compartirla juntos, hermana?” –preguntó el desventurado joven.

La monja lo volvió a mirar y lo vio que tiritaba ostentosamente. Tocó la delgada tela de la manta que la cubría y que la verdad apenas era suficiente para mantenerla temperada a ella. Se dio cuenta de que el piso era casi igual que haberlo dejado a dormir acurrucado al árbol afuera. “Está bien, muchacho, ven aquí” –dijo ella con resolución. El chico se acercó al lecho con la intención de meterse bajo la manta, pero ella lo detuvo: “¡Espera! Tus ropas están sucias, ensuciaran la ropa de mi cama” –le dijo. “¿Y qué puedo hacer, hermana?” –preguntó el muchacho con congoja. “Bueno, en el armario hay una bata, quítate esa ropa sucia y ponte la bata” –dijo la monja. El muchacho hizo exactamente lo que ella le dijo. La monja lo observó mientras se quitaba la delgada camisa y su respiración se aceleró al comprobar que el muchacho tenía unos fuertes pectorales que brillaban iluminados por la luz de la luna que se filtraba por la ventana. Luego se quitó los pantalones, no vestía ropa interior y ella contempló fascinada como la luz de la luna posaba sus rayos de plata sobre la carne firme y gruesa de su órgano sexual masculino. Era la primera vez que veía un pene. Un poco avergonzada se persignó varias veces.

La religiosa estaba sorprendida, jamás imagino que el pene de un hombre pudiese ser tan grande, menos en el cuerpo de un muchacho un tanto delgaducho. La maciza y contundente rigidez era demasiado grande para alguien tan joven, pensó.  Por primera vez en su vida ella sintió algo cálido en su entrepierna. Era un extraño fuego que comenzaba a extenderse por sus entrañas. Asustada se puso a rezar, debía alejar a ese demonio que intentaba apoderarse de su cuerpo, pero su vagina comenzó a humedecerse y las llamas comenzaban a consumirla por dentro.

El jovencito levantó la vista mientras arrojaba sus pilchas sobre la única silla en la habitación.      Vio los ojos celestes de la religiosa clavados en su virilidad, se fijó que bajo el camisón amarrado hasta el cuello la religiosa tenía unas sustanciosas protuberancias como melones que se agitaban al moverse y al respirar, también pudo apreciar que esas moles de carnes poseían gruesos pezones como pitorros, muy notorios a través del delgado material. La abstinencia de meses del joven chico hizo que su miembro se endureciera y dejara verla en el bendito esplendor de su rigidez. Sor Carolina, que era el nombre de la devota hermana, se llevó una mano a la boca viendo la verga del chico y se persignó, se puso a rezar tantos avemarías como fuese posible para hacer que ese demonio que había en las entrepiernas del muchacho fuera exorcizado y dejara el musculoso cuerpo del jovencito, para que esa cosa se estuviera quieta. Había iniciado una cadena oratoria de padrenuestros, pero lucifer encarnado en la verga del muchacho se tensaba, el escroto presionaba los testículos del chico y los ojos de la monja se desorbitaron viendo como ese pene palpitaba más largo y rígido que nunca. Belcebú en persona parecía hacer bailar esa verga enorme frente a los ojos de la beata monja. El muchacho se acercó al armario y saco la túnica que se encontraba allí. Era similar al que llevaba la hermana Carolina, estaba abierta al frente y no tenía botones, solo tres amarres; uno en el cuello, uno en el abdomen y un tercero en las caderas, más abajo no había ningún tipo de cierre. La talla era muy chica para él, por lo que su tremenda erección no pudo ser cubierta por la delgada tela y se balanceaba desafiante en frente a sus ojos castos. Sor Carolina se aterrorizo al ver a satanás mismísimo en frente a sus ojos, de prisa tomó el recipiente de agua bendita que mantenía en su mesita de noche y roció la verga del chico. “Hermana, el agua está fría” –reclamó el joven. Con el movimiento repentino de Sor Carolina, el tirante del cuello de su bata cedió y sus tetas asomaron libres a los entumecidos ojos del muchacho, la verga del chico se volvió aún más loca y pulsaba en forma demencial frente a los ojos aterrorizados de la monja que seguía lanzándole chorritos de agua bendecida. A pesar de todo, la misericordiosa monja se movió hacia un costado del lecho para hacerle espacio al chico en su estrecha cama.

Sintió el tembloroso cuerpo del joven acomodándose frente a ella, los pezones de sus enormes tetas se hundieron en los pectorales firmes y duros del chico y, se estremeció aterrorizada cuando la verga del muchacho se posó sobre la juntura de sus muslos. Una agradable calidez comenzó a envolver el cuerpo angelical y casto de la religiosa. Jadeó en ansiedad, sentía la mole del muchacho presionar sus delicadas piernas desnudas. Rápidamente tiró de su túnica un poco más abajo, rozando con su mano la endurecida verga, pero dentro del estrecho y angosto espacio de su pequeña cama no tuvo resultado alguno. Acongojada advirtió al joven:“¡Chico! ¡Estate atento a ti!”. “¿Qué pasa hermana?” –preguntó el muchacho entre susurros. Ella suspiro y con exiguo aliento le dijo: “Debes saber que soy la prometida de nuestro Señor”. “Lo sé, hermana” –respondió el chico, que al moverse, hizo que su verga se deslizara un poco más arriba entre los muslos de ella. “Debo ser pura y casta cuando llegue al altar de nuestro Señor Misericordioso, no intentes ni pretendas nada, lo que es del Señor solo a Él puede pertenecer. No te pases de listo” –advirtió la monja. “Perdone hermana, pero no lo haría por ningún motivo, no tomaría ventajas de su compasión hacia mí; tampoco sería tan tonto como para arriesgar la ira de nuestro Salvador” –dijo el joven en un tono sereno. “¡Aleluya! Dios te proteja siempre y te de sabiduría” –añadió la hermana.  La monja respiro hondo y sus esponjosos pechos se aplastaron hundiéndose en los musculosos pectorales del joven. “Hermana, usted presiona demasiado y mi cuerpo se manifiesta” –dijo el joven sintiendo como la lujuria rondaba sus pensamientos. “Chico, estás demasiado cerca, solo mi Salvador está más cerca de mí. No te agites y reza, reza por la salvación de tu alma” –afirmó la religiosa. “Pero hermana, sus pechos son demasiado grandes y toman gran parte de la cama, no puedo no rozarlos y tocarlos, presionan contra mi cuerpo” –dijo el acalorado muchacho. Subrayando esto, colocó una mano en la cadera de Sor Carolina y la otra la movió en medio a ellos dos, encajándola entre los exuberantes senos de la piadosa monja. “¿Ve? ¿Se das cuenta? Debe admitir que estamos demasiado cerca, el lugar es estrecho, pero sin duda nos prodigamos más calorcito que si estuviéramos más separados” –dijo el muchacho. “Tienes razón muchacho, no hay duda de eso, pero no me hagas lamentar mi caridad, mantén tus manos en vista y quietas” –dijo la religiosa sin poder esconder lo que estaba sintiendo su cuerpo. “Está bien hermana, no haré nada, lo prometo” –susurró el joven, pero acomodándose sobre la estrecha cama, su mano rozó los turgentes pezones de ella, ella se estremeció al sentir la inesperada y subrepticia caricia. “¡Cuidado, mira que no lo estás haciendo con atención!” –dijo la monja con algo de enfado. Sor Carolina gimió. Estaban acostados muy juntos, de lado uno frente a otro, los senos de ella contra el pecho de él, el rígido pene de él presionando en medio a los muslos de ella. El frío y el cansancio hicieron que ambos se quedaran profundamente dormidos.

El chico cumplió su palabra y no presionó sus senos, pero ella sintió que sus manos deambulaban libremente y no podían evitar de tocar los prominentes pechos de la devota hermana. Eso la despertó varias veces durante la noche y se sintió abrumada por esas caricias disimuladas e inobjetables, pero no lo podía culpar, era la falta de espacio y estrechez el motivo de tanto roce.   Además, él tenía razón su senos ocupaban gran parte de la cama. El pobre resistía, pero la naturaleza es más poderosa, es una fuerza divina, una fuerza creada por nuestro Señor y ella no podía darle ninguna culpa. Solo que esas manos tibias se sentían demasiado agradables rozando sus duros pezones y a lo largo de la noche notó como de su vagina fluían líquidos como en un derrame, goteaba entre sus muslos, la muestra inequívoca de que a pesar de ser una religiosa, también era una mujer que sentía los deseos de la carne aflorar. Cuando la oscura noche comenzó a disolverse y el alba matinal anunciaba un nuevo día. Sor Carolina despertó al joven y le dijo que tenía que irse antes de que viniera la madre superiora y lo encontrara. El muchacho se vistió rápidamente y agradeciéndole salió por la ventana, bajó por el árbol. Sor Carolina lo observó hasta que desapareció en medio a los arbustos. Pronto la única evidencia de que él había estado allí era su vagina mojada y unas manchas secas que el chico había dejado sobre sus muslos. Sor Carolina sintió un dejo de tristeza en la soledad de su celda; tomó la bata que había usado el chico y la olfateó, luego la apretó entre sus desnudas tetas.

Esa noche el viento azotaba aún más fuerte contra los muros del convento. Mientras Sor Carolina luchaba por quitarse el hábito y colocarse la bata, escuchó claramente un golpeteo en su ventana, no puede ser el viento, pensó. El corazón le dio un vuelco, se volvió y vio al viril joven llamándola desde el árbol. Abrió la ventana y lo escuchó: “¡Madre de Dios! ¿Puede darme refugio aquí otra vez?”. “No, te dije desde el principio que sería una sola noche” –dijo sor Carolina. “Pero hermana, hoy hace mucho más frío que ayer, podría ofrecerle mi calidez y así pasar una no tan fría noche” –le dice el harapiento muchacho. “¡Cuidado con lo que ofreces, chico! Podrías ofender al Señor y ser merecedor de su ira” –sentenció la monja. “Perdone hermana, no quiero ser impío, mi ofrenda es tan pura como tu caritativa alma. El Señor es mi testigo, mi oblación es a través de Él y Jesucristo misericordioso. Respetaré su castidad” –dijo el muchacho con humildad en su voz. Ciertamente ella no podía rehusar una ofrenda a nombre del misericordioso Rey de reyes. “Está bien, entra y prepárate para la cama” –le dijo ella.  La hermana fue a sentarse en su cama y miró al chico como se deshacía de sus rugosos indumentos. Pronto estaba totalmente desnudo y se cubrió con la pequeña túnica de repuesto de Sor Carolina. Como la noche anterior, la bata no alcanzaba a cubrir la tremenda verga del adolescente que se mantenía provocativamente dura como una vara en medio a la maraña de vellos rizados y oscuros a la base de este. Con la verga balanceándose de lado a lado, se unió a ella en la pequeña cama. Una vez más esa verga tibia y rígida se encajó entre los muslos desnudos de Sor Carolina y ella le advirtió: “Muchacho, mi cuerpo pertenece al Señor, tú de nuevo presionas cerca de lo que es solo de Él”. “Lo sé, hermana y me siento profundamente afortunado de que Él me diera la posibilidad de ofrecerte consuelo y desahogo, es Él quien me ha puesto en tu camino para darte mi calidez” –dijo mirando los ojos de la religiosa que eran alumbrados por los tenues rayos de la luna que se colaban por la ventana.

El joven envolvió sus fuertes brazos alrededor de ella y la presionó contra él, presionando sus pezones endurecidos contra sus pectorales. “¡Oh, sí! Sí, siento tu tibieza en mi piel, pero está un poco duro” –le dijo la hermana refiriéndose a mi miembro. La verga del jovencito la estaba haciendo inflamar y humedecer entre sus muslos, su vagina estaba en llamas. “¡Sí, hermana! Siento que mi calidez le agrada” –le dijo el muchacho con la respiración agitada. “Sí, me gusta! Pero duerme ya, descansa, debemos recuperar todas nuestras fuerzas para volver a servir mañana al Divino Maestro” –dijo Sor Carolina. Con eso cerró sus ojos y finalmente se durmió, pero se despertó gimiendo, unos labios apretaban uno de sus pezones y chupaban ávidamente. Jadeando dijo: “¡No, no puedes hacer eso! ¡Te deleitas con lo que es del Señor! ¡Por favor, detente, no lo hagas!”. Vio la suave y calmada del chico,  que le respondió: “No he hecho nada de malo, solo tomé lo que me ofreció nuestro Salvador. Su vestido se abrió y me encontré con su pezón ante mis labios. Dígame usted si no es una invitación divina de nuestro Creador”. Ella no pudo culparlo por eso. La amarra de su bata a menudo se deshacía durante la noche a pesar de que ella la ataba con acuciosidad, escuchó al muchacho agregar: “Además, creo que a la sierva del Santísimo le gustan mis ministraciones. ¿No es verdad?”. La monja agachó su vista y humildemente respondió con un gemido: “Me temo que sí”.

El joven trató de escudriñar el rostro de la monja en la penumbra de la celda.  Luego clavó su hinchada verga entre los muslos humedecidos de Sor Carolina. Ella gritó, se tapó la boca y se sintió agradecida de que su celda fuera la única ocupada en esa ala y nadie oiría sus gritos de éxtasis.      Los labios del jovencito volvieron a aprisionar su pezón y sus dientes la mordieron delicadamente jugando a estirarlo, una mano presionó su otro seno. Involuntariamente sus piernas se abrieron y él encontró espacio para colarse encima de ella, su musculoso pecho aplastaba la exuberantes e inmaculadas tetas de Sor Carolina y con sus rodillas separó aún más sus piernas, llegando a contacto con los enmarañados vellos púbicos que ocultaban el virginal tesoro de la monja. “¡No, por favor, no!” –Sollozó la monja agitándose bajo el peso del jovencito que separaba sus piernas ampliamente y apoyaba el glande de su entiesada verga sobre los hinchados y humedecidos labios de la novicia. “¡No! ¡No lo hagas!” –suplicó la santa doncella sin voluntad para juntar sus piernas y sintiendo la presión sobre su vagina del miembro viril que amenazaba su virtud. El jovencito levantó su cabeza y miró los ojos aterrorizados de la monja, le dijo: “Hermana, tranquila. No quiero hacerle daño, solo le ofrezco mi calidez, nada más que eso. ¿Acaso mi peso le molesta?”. En realidad, el peso del chico encima de ella no resultaba para nada desagradable, ella sentía cosas exquisitas en su bajo vientre y todo su cuerpo se estaba calentando. “¡Sí! Quiero decir no, es relajante y cálido, pero la vasija de mi Señor Todopoderoso no debe ser tomada. Está desnuda e indefensa” –dijo Sor Carolina entre delirantes gemidos. “Hermana es la ofrenda de nuestro Creador” –dijo el adolescente deslizándose un poco hacia arriba y descansando su pene entre los labios hinchados de la virgen de Sor Carolina. La monja movió levemente su pelvis y la verga resbaló dentro de su apretado canal vaginal. “¡Oh! ¡Ummm! Eso, eso, tocas la copa sagrada del Señor” –gimió la monja. “Es mi calidez, hermana. ¿Acaso no le calienta?” –le dijo el libidinoso joven. “¡Oh, sí! ¡Me calienta demasiado! ¡Siento que me enciende toda!” –le decía Sor Carolina con la respiración más agitada.

El caliente muchacho aumentó la presión y la ajustada vagina de Sor Carolina se expandió para dejarlo entrar, la monja sollozaba y gemía con los puños cerrados, y la boca entreabierta en una confusa plegaria, involuntariamente sus caderas empujaron hacia arriba y el jovencito respondió con una presión hacia abajo. La monja comenzó a jadear con una entrecortada respiración y el jovencito masajeó sus voluminosas tetas, pellizcando con delicadez los gruesos y duros pezones que se erguían agitados con la respiración de ella. De repente, ella gritó y abrazó al chico que hundía su masculinidad en lo profundo de su sacra vagina, su himen se había desgarrado y la verga entera del muchacho conoció la profundidad del sexo de Sor Carolina. De ahí a poco la monja gritó y sollozó enterrando sus uñas bien cuidadas en la espalda del chico mientras su cuerpo entero convulsionaba en un potentísimo orgasmo. Olas y olas la consumían en una hoguera de placer que la llevaba a la cúspide de la lujuria desenfrenada, ya no había ninguna atadura que la sujetara. Sor Carolina se abrió de piernas y amarró al chico con ellas, poniendo sus manitas en los glúteos de él y empujándolo más adentro de su vagina apretada y jugosa.

El delicioso cuerpo de la hermana se sacudía de placer, una y otra vez los espasmos orgásmicos la hacían estremecerse. Sus caderas golpeaban con fuerza hacia la verga que taladraba su apretada vagina. Mordía los hombros del muchacho sintiendo toda la longitud de su pene profundamente entre su succionadora conchita. La respiración del muchacho se aceleró y de repente gimió en modo audible. Ella le trasmitía olas de éxtasis, él sintió los aprietes continuos y las potentes contracciones de la vagina de Sor Carolina. Su verga se hinchó y comenzó a palpitar, las manos de la monja empujaban su trasero dentro de ese voraz volcán bañado de fluidos candentes y él comenzó a verter su semen a borbotones en ese estrecho recipiente de delicada carne de la caliente monja. Sus ojos volaron en sus orbitas mientras descargaba maravillosos chorros calientes de denso semen en la apretada vagina de ella, golpeando sin cesar esos tiernos y empapados pliegues enrojecidos y con trazas sanguinolentas.

Sor Carolina sintió en sus entrañas como un reguero bendecido se esparcía dentro de ella y las chispas del orgasmo volvieron a encender su hoguera, envolviéndola en oleadas de renovado placer y espasmódicos temblores. A medida que los movimientos del chico disminuyeron, también la inundación de esperma disminuyó. Los gemidos de Sor Carolina se aminoraron, la fogosa pasión se aplacó y la monja comenzó a tomar conciencia de lo que había sucedido. Tragando aire para recuperar su respiración agitada, ella trató de hablar: “Usted, tú, tu semilla, derramaste tu semen en mí abdomen, ¿cierto?”. El chico se mantuvo calmo y miraba afectuosamente a la que había hecho gozar como mujer. “Fue la ofrenda, fue mi calidez, hermana, nada más que eso, solo mi calor” –le respondió. Sor Carolina se exaltó y grito: “¿Tu calor? ¡Más que tu calor, chico! ¡Mucho más que eso! Me has dado el calor pecaminoso de tu pasión y ahora la sustancia de tu ofrenda mancha mi cuerpo y satura mi alma, y todo mi ser. ¡Oh, Dios mío!”. “Pero hermana, no le hecho ningún daño. Mi ofrenda fluyó en usted casi por voluntad divina, las vías del señor son infinitas, me he vaciado fuera” –le dice el joven con tono de penitencia. “¡Sí, pero!…” –no pudo decir al ser interrumpida. “Hermana, dime la verdad. ¿No encuentra que mis favores le complacieron?” –dijo el muchacho. La religiosa bajó su ofuscada mirada. Era verdad, el chico le hizo sentir cosas que ella jamás había sentido. De hecho, fue el momento más placentero de toda su vida. “¡Sí, pero!…” –dijo cuándo fue interrumpida por el muchacho otra vez. “Entonces, hermana. ¿No cree que el Señor se disgustaría si nosotros no aceptáramos un regalo que la misma providencia puso en nuestras sendas de sacrificios tortuosos?” –le dijo.

En tanto, las manos del jovencito ociosamente masajeaban los senos y tironeaban esos endurecidos pezones de la novicia. Ella se estremeció de alegría, suspiró y dijo: “Supongo que tienes razón, tengo solo que limpiar la piel de mi vientre. Las manos del chico se hicieron más activas y se inclinó para chupar las esponjosas tetas de Sor Carolina. Ella tomó sus cabellos y lo besó en los labios, un apasionado beso de entrega. “Entonces sigamos disfrutando del obsequio que nos regala nuestro misericordioso Señor Todopoderoso. Por esta noche gozaremos de su ofrenda y luego dormiremos para volver a servir a nuestro Rey de reyes por la mañana temprano” –le dijo Sor Carolina. “Sí, hermana, así sea. Amén” –respondió el cadencioso joven. Enseguida hundió la cabeza entre los agitados pechos de Sor Carolina que retomó sus gemidos y apretó la cabeza del jovencito contra sus opulentas tetas. Después de varios orgasmos y mucho semen en el cuerpo de la monja, ambos se rindieron exhaustos y se adormecieron beatamente. El chico roncaba y jadeaba encima de ella con su verga aún metida entre los acogedores labios de la vagina de ella que rebozaba los copiosos y candentes líquidos que generaba la vagina ardiente de la religiosa.

Una vez más las primeras luces del alba anunciaron el comienzo de un nuevo día. El chico tuvo que vestirse con sus harapientos vestidos y saltar fuera de la ventana del convento. El día para Sor Carolina se había vuelto un calvario, no podía dejar de pensar en las cosas que había hecho, sabía que había profanado el santo templo de su cuerpo al entregarse a los placeres carnales. Tampoco podía desconocer que el momento fue idílico, lleno de pasión y que lo había disfrutado con cada átomo de su ser. Aun así trataba de cumplir con sus labores encomendadas a cabalidad. Aunque su vagina se mojaba y sus pensamientos la encaminaban hacia su celda y al infinito placer, su vocación por servir era más fuerte. Ya los rayos de sol habían desaparecido, ahora reinaba la oscuridad y el intenso frío del invierno, el joven ya estaba esperando la invitación de Sor Carolina, pero encontró la ventana abierta y ágilmente saltó dentro de la celda de la monjita.

Esta vez Sor Carolina estaba con su bata abierta mostrando ampliamente sus maravillosos senos al frio de la noche, sus pezones eran de granito puro. Rápidamente, él comenzó a desnudarse bajo la atenta mirada de ella. Apretó las piernas y su vagina se contrajo cuando vio la potente verga del chico tiesa y dura. Sus tetas se agitaron y sintió un delicioso cosquilleo en sus pechos que parecieron inflarse de goce. Una vez desnudo, se acercó ágilmente a la novicia, la hizo recostar y él se colocó encima aplastándola con su cuerpo. Sus piernas separaron los muslos pálidos de la religiosa, mientras su duro pene se posesionó sobre los hinchados labios vaginales de Sor Carolina, separándolos ligeramente. Ella puso una mano en el pecho de él para decirle: “Recuerda, yo pertenezco al Señor, no soy algo tuyo para llegar y tomar”. Enseguida tomó la mano del joven y la coloco sobre su seno, y le dijo: “¡Ahora dame tu calidez!”. Después de esta aclaración, ella se abrazó a él. Ambos comenzaron sus movimientos y juntos se unieron en un frenesí de caricias. Gritaron, se besaron, chillaron y se agitaron, así como las llamas ardientes de la pasión los abrumaba.  La carne se hizo débil y tembló debajo de él muchas veces con los fuegos inmensos de los orgasmos. Sus caderas estaban como en un movimiento perpetuo de pasión y desenfreno. Repetidas veces él la ungió copiosamente con su esencia masculina. El tiempo voló y ambos colapsaron exhaustos uno en brazos del otro. Cómo la noche anterior, la punta del miembro del jovencito, nuevamente encontró su sitio en medio en medio de los labios vaginales de la religiosa.

Mientras dormían, las pasiones del chico se despertaron y su carne se endureció deslizándose dentro de ella en forma natural. Se despertó con su polla atrapada y apretada en la ajustada vagina de la monja. Sus hinchados labios vaginales envolvían calurosamente la enorme pija que pareció crecer y ponerse aún más dura. Alarmada ante la maciza invasión de la dura verga del chico, Sor Carolina se agitó y gritó: “¡Chico! ¡Despiértate! ¡Estás en la taza del Señor! ¡Detente! ¡Presionas los labios que pertenecen a él! ¡Al Todopoderoso!”. La religiosa empujó con sus caderas las caderas del chico y la verga termino por hundirse profundamente en ella. El redondeado glande del pene del muchacho fue succionado por la resbaladiza y apretada vulva de la hermana. “¡Oh, no!…” –alcanzó a decir agitada la religiosa mientras la aterciopelada verga del adolescente separaba sus hinchados y tiernos labios, abriendo su conchita temblorosa y hambrienta de verga. “¡No! ¡Ummmm! ¡No!” –gritó de nuevo ella sacudiendo los hombros del jovencito, pero este no reaccionaba y con los movimientos agitados de ella, la verga se hundía cada vez más y más adentro. No podía gritar más fuerte, ya que despertaría a todas las hermanas del convento. Se sintió atrapada y perdida, pero sentía como su vagina acogían al intruso que excavaba y perforaba su femineidad húmeda; la verga estaba llenándola por completo. Asombrada, se dio cuenta de que su pánico había hecho más que nada aumentar su pasión y se encontró gimiendo de placer sintiéndose inflamada con la calidez del muchacho que estiraba su bendita concha. El deseo la comenzó a incendiar por dentro. Su cuerpo vencía a su temor y vibraba con un inusitado deseo carnal, haciendo que su vagina se inundara con acuosa lujuria. Como una flor, su vagina se abrió e hizo espacio para él, ayudándolo a alcanzar nuevas profundidades dentro de su intimidad. La velocidad de penetración aumentó llevándola a la cresta del placer, casi sin darse cuenta explotó en orgásmicas convulsiones que la llenaron de éxtasis mientras el grueso pene continuaba deslizándose hacia abajo. Su estrecho pasaje enardecido ondulaba de pasión ordeñando la inmensa verga que horadaba sus entrañas. Lo masajeaba y lo apretaba con sus vibrantes músculos vaginales, tirando de él lo más profundo posible.

En respuesta a los espasmos y contracciones que agarraba su virilidad entiesada al máximo. La respiración del muchachito se agitó y se hizo más corta. La monja se sobresaltó, reconoció esa señal, el chico estaba a punto de eyacular y esta vez su polla estaba enterrada profundamente en ella; horrorizada gritó: “¡No, Dios mío!”. El adolescente estaba pronto a inundarla con su semilla y ella recordó las casi olvidadas enseñanzas de educación sexual que le enseñaron a reconocer su propio ciclo de fertilidad y en este preciso momento ella sabía que tenía un ovulo preparado y listo para la fecundación. Pensó que nunca tendría que preocuparse por ella misma, pero ahora estaba consciente de tener un ovulo maduro para la fertilización y esto la llenó de un terror helado. “¡Oh, Dios! ¡Haz que no suceda! ¡Protégeme tú, mi Señor!” –suplicaba al cielo. Sollozó mientras sentía el cuerpo del muchacho que se tensaba y su pene parecía vibrar e hincharse raspando sus paredes vaginales haciéndola vibrar y desearlo aún más profundamente. Se le hizo un nudo en la garganta mientras sentía la maciza polla golpeándola fuertemente y de repente su coño pareció inflarse y la polla vibraba ferozmente dentro de su vagina y se le escapó un largo suspiro sintiendo la presión y una oleada de calidez la invadió, se dio cuenta de que la semilla del chico estaba ahora en ella. Jadeó ostensiblemente sintiendo su pecho apretado y la cálida verga deslizándose aún más profundo derramando su líquido fertilizador en los profundo de su vagina fecunda. Los embistes se habían aminorado, el pene parecía aflojarse, pero los chorritos seguían vertiéndose en ella, haciendo que una fecundación fuera muy posible.

Ella lloró mientras sentía el semen fecundo inundando su fértil útero. Cerró los ojos derrotada, pero no vio la oscuridad cernirse sobre ella. Todo se iluminó con una luz celestial, la verga restregaba y escupía dentro de ella haciéndola vibrar y alcanzar otro orgasmo esplendido. La monja tembló en éxtasis ante un nuevo sentimiento. Sintió que dentro de su vientre comenzaría a formarse un niño a causa del prolífico semen. Imagino a esos millones de espermatozoos en carrera hacia su ovulo.      Era la gracia del Señor. El regalo del Creador que gestaba otro ser dentro de su vientre. Una ofrenda del Todopoderoso. El muchacho había vertido muchísimo esperma dentro de ella. La hizo tocar la cima de varios orgasmos. Su cuerpo se estremeció muchas veces bajo el de él. Después de haber sido drenado totalmente de su potente descarga, la polla del muchacho comenzó a suavizarse y desinflarse. Ella sintió que la respiración del chico se había normalizado. Estaba encantada por la calidez que aún llenaba su vagina y trató de mantenerla dentro de ella, pero las deliciosas contracciones de su sexo tuvieron el efecto contrario y empujó fuera de su encantadora vagina al invasor. Un torrente de semen comenzó  a escurrir por el surco de sus nalgas, terminando de apozarse en las sábanas debajo de ella. Acarició la cabeza del adolescente que yacía encima de ella. Su mente era un torbellino de emociones contradictorias y confusas. No había duda de que su vagina fértil había sido inundado de esperma fertilizador, semen joven, buena semilla, se dijo para sí misma. ¿Cómo podría no ser? ¡Su eyaculación fue abundante! Sin embargo, el regalo divino podría cambiar drásticamente todos los planes que ella había hecho en precedencia. No pudo evitar de recordar la conversación que tuvo con la Madre Superiora cuando llegó por primera vez al convento. Lo primero que había señalado la Superiora, eran sus amplias caderas y los prominentes senos, le hizo notar que ella estaba perfecta para la maternidad; ese era otro modo perfecto de servir al creador. Le dijo que para ella sería fácil concebir un niño y podría dar a luz con relativa comodidad si fuera esa la voluntad de Dios. La Madre Superiora parecía decepcionada que ella no hubiese elegido el camino de la maternidad. Hacía poco más de una semana, durante su ciclo menstrual, la Madre Superiora había mencionado nuevamente que el Todopoderoso le había dado el don de la fertilidad juvenil y parecía una pena que ella no aceptara la ofrenda del Señor. Ahora esas palabras giraban en su cabeza “fertilidad juvenil”, “concebir con facilidad”, “ofrenda del Señor”. Llegó la mañana y el chico saltó fuera de su celda, lo vio alejarse caminando tranquilo sobre el césped y sintió la humedad que brotaba de su vagina, sus muslos temblaron ansiosos, sintió su vagina vacía. Un vacío que nunca antes sintió y que no sabía que existía, se sintió acongojada.

Por la noche cuando el jovencito regresó a su celda, la novicia ardía de ganas y deseos, esta hambre de deseos carnales la asustaba. No veía la hora de que el muchacho se desnudara, ella estaba ya desnuda para él y lo esperaba impaciente. El joven se sintió sorprendido cuando se recostó encima de ella con su pene ya macizo y duro, Sor Carolina metió su mano entre ellos y aferró su verga para dirigirla a su concha candente y mojada. La miró fijamente a sus ojos claros y le preguntó: “Hermana, ¿me está ofreciendo la taza del Señor para que la llene como yo quiera?”. “No, solo te encamino un poco” –le respondió. Soltando la verga vibrante que se deslizó entre sus labios resbaladizos, que la envolvieron acogedoramente aceptando la calidez del chico, luego agregó: “Solo te ofrezco mi calidez en agradecimiento a tu oferta de calidez hacia mí. ¿Acaso no te agrada?”. El chico gruño con una hermosa sonrisa: “Es agradable hermana y usted es muy hermosa”. Las caderas de él se posaron bien sobre ella y la novicia comenzó a sentir como el grueso pene estiraba las estrechas paredes de su vagina en su avance imparable hacia adentro. Sor Carolina sintió la fogosidad del empuje del mocito, sus ideas confusas y contradictorias hicieron presa de ella. “¡Espera! ¡Hazlo con cuidado! No olvides que soy la prometida del Señor, no te pertenezco a ti. ¡Recuérdalo!” –le dijo ella. El chico flexionó su cuerpo dentro de ella, ambos temblaron sintiendo las exquisitas sensaciones y él le dijo: “Ábrase, acepte la ofrenda de mi calidez. Es el Señor que me guía dentro de usted”.

Tanto como si fuera un dogma, él presionó su verga y se hundió más profundamente en la carnosa y empapada vagina de Sor Carolina, haciéndola jadear y apretar sus enormes tetas contra sus amplios pectorales, gemidos de placer escaparon de la boca de la monja. “¡Oh, sí! ¡Quiero sentir tu calidez en mi interior! Solo un poco y con tu promesa de cuidar mi fragilidad, porque estas en mi sala de fertilidad y no puedes derramar tu semilla allí” –le dice Sor Carolina entre gemidos. ¿Es fértil hermana?” –le preguntó el muchacho sin detener sus embestidas. “Sí, mi útero es sano y está preparado para concebir y si tu esperma fluyese profundamente en mí podría fertilizar mi ovulo y ciertamente se formará un niño” –le decía la monja gimiendo. Lejos de aminorar su pasión, la revelación de la profana religiosa alimentó el deseo voraz del joven. Sintió la ardiente necesidad crecer dentro de él y su pene vibró apretado entre los pliegues fecundos de Sor Carolina. Por respeto hacia su benefactora dijo: “¡Está bien, seré consciente de sus necesidades, hermana! ¿Debo abstenerme entonces de liberar mi calidez?” –le preguntó el muchacho, quien se movía cada vez más rápido, pronto su miembro se clavó por completo en la excitante vagina de Sor Carolina, ella lo abrazó gimiendo con pasión. “Bueno, sí, si puedes; pero si no puedes contenerte intenta sacarla a tiempo” –le dijo con lujuria. La voz del chico estaba ronca de pasión y el embiste de sus caderas se hicieron más insistentes, estaba al borde de que su miembro explotara. “Pero el riesgo está siempre presente, hermana” –le dijo tratando de contenerse lo más posible. “Solo el Señor puede protegerme, me entrego a Él. ¡Oh, Dios mío! ¡Qué placer!” –decía Sor Carolina al sentir como la virilidad del muchacho entraba y salía con vigor.

La escuchó sollozar con su pene enterrado en su cálida vagina que se ajustaba perfectamente a su ya palpitante verga; arañó la espalda del muchacho, el placer la había poseído como a una endemoniada, sus ojos se pusieron blancos por el deseo, era como si estuviera en un hipnótico trance que la llevaba a la lujuria en su máxima expresión. “¿Qué tan bien me sientes? ¿Es tan agradable para ti?” –le preguntó la monja en éxtasis. “¡Oh, sí! Es muy tierno y agradable estar dentro de usted” –responde el muchacho, su verga hervía, incluso le dolía por estar conteniéndose.

El jovencito gimió deteniéndose un poco para levantar ambas piernas de Sor Carolina en el aire y exponer toda su vagina para penetrarla hasta que sus testículos se estrellaran con los glúteos de ella.    Ella gimió y no objetó este nuevo movimiento que le daba nuevas y más placenteras sensaciones, sentía como en su interior ardía el fuego del infierno, era una dulce tortura llena de placer que su cuerpo recibía, mientras la verga del muchacho era el combustible que hacía que esa hoguera de perversión siguiera ardiendo. Poco a poco retrocedió y volvió a empujar, ambos gimieron mientras el dilatado glande del chico tocaba los confines más internos de esa vagina que pulsaba y lo apretaba cálidamente. Perforó, empujó y la penetró hasta el final tocando los suaves y tierno tejidos de la doncella. Sor Carolina gritó ante el estrecho contacto y el muchacho retrocedió, solo para volver a golpear más duro, ella mordió su hombro para acallar sus chillidos de loco placer. Él comenzó un frenético mete y saca poseyéndola enteramente. La fricción del glande se movía de un lado al otro, acariciando la matriz de la religiosa y la entrada de su útero. Tal acción provocó un orgasmo mayor en Sor Carolina, haciéndola arder en las llamas de la pasión. Todo su ser se estremeció y su vagina succionó, acarició y ordeñó la verga del chico y sus piernas lo envolvieron, entonces, con inusitada fogosidad, la hermana clavó los talones en los glúteos de su joven amante empujándolo inexorablemente a un contacto más estrecho y más profundo con su vagina caliente.

La respiración del muchacho se hizo más pesada y dificultosa, ella sabía lo que eso significaba y lo apretó a sí para no dejarlo escapar. El ataque de él se hizo más intenso. De repente, ella hizo una mueca mientras él la estaba embistiendo con la consueta impetuosidad de un joven en todo su esplendor. No cabía ninguna duda, el pene estaba en lo más profundo de ella y golpeaba placentera y dolorosamente a la vez, el cuello de su útero. Sor Carolina con sus tetas totalmente aplastadas por el pecho del chico, volvió a gritar, tanto de dolor como en éxtasis, creyó que su vagina iba a romperse. Escuchó como de muy lejano el largo suspiro y gemido del muchacho, la señal era inequívoca y reconocible, la eyaculación era inminente. Un repentino miedo atenazó su alma. De nuevo sintió un poderoso golpe dentro de ella acompañado de un dolor desgarrador. Su vagina succionaba al chico que apuñalaba su matriz desenfrenadamente. Demasiado tarde, instintivamente sus muslos se abrieron aún más y empujó su pelvis hacia arriba ofreciéndole la taza del Señor completamente al jovencito. Su vagina se contrajo y su cuerpo se contorsionó e intento en vano una escapada de último minuto, pero la inseminación había ya comenzado.

Sintió como la verga se hinchaba y mientras el horror la consumía, las rosáceas paredes de su vagina venían rociadas profusamente por el líquido fecundador que llenaba la taza del Señor. Ya no había ningún vestigio de su castidad, su panocha estaba rebosada de esperma. Sor Carolina derramó sus lágrimas sintiendo la presión caliente del semen del chico vertiéndose en continuos borbotones dentro de su matriz, su vagina se hinchaba y succionaba al jovencito con deseos carnales contra su voluntad. “¡Hágase la voluntad del Señor!” –pensó para calmar su mente confusa, pero esa invasora verga no le daba un segundo de respiro y se meneaba dentro de ella expulsando en forma incontenible los chorros de la vida. Esto la excitó sobre manera, haciéndola alcanzar un enésimo y tremendo orgasmo que sacó gruñidos guturales y bestiales de su garganta. Una vez más gritó: “¡No, Padre, he pecado contra el cielo y contra ti!”. Su cuerpo tiritaba y su vagina palpitaba apretando la verga del lujurioso muchacho, estrujando las últimas gotas de su virilidad. El muchacho cayó sobre el cuerpo de la monja, encontrando ya un respiro y satisfacción. La miró a los ojos y le dijo: “Si usted no fuera la prometida del Señor, la haría mi mujer. Como le mencioné, soy huérfano, pero estuve en un orfanato. Mis padres eran acaudalados y me dejaron una cuantiosa herencia con la que podría vivir como reina por el resto de sus días, también podríamos criar sin inconvenientes si así Dios lo dispusiera al bebé que se formaría de esta unión” –le dijo el muchacho. Esas palabras estremecieron el corazón de la religiosa, incluso lagrimas salían de sus ojos, porque nunca pensó que el chico tuviera tan nobles sentimientos.

A través de la ventana se asomaban los primeros rayos del sol, habían estado cogiendo toda la noche, era la señal para que el muchacho saliera de sus aposentos. Él tomó sus sucias ropas y se despidió de un apasionado beso. Sor Carolina quedó en la cama, estaba sudada, su vagina estaba llena de semen y su corazón acelerado. En su mente resonó la voz del muchacho, recordó las palabras que le dijo y sonrió. Cuando se levantó y se dio un baño, se vistió con sus hábitos y fue en busca de la Madre Superiora, la encontró en los pasillos y caminaron por los jardines del convento y le contó lo que había sucedido, lejos de recibir una crítica, la Madre Superiora le dijo: “Sor Carolina, los caminos del Señor son inciertos, tal vez es el medio que Él ocupó para que usted cumpliera con el mandamiento de multiplicarse y henchir la tierra”. Sor Carolina sintió alivio en su alma y le dijo que buscaría al muchacho en el pueblo para decirle que su ofrecimiento sería bien recibido, ya que no solo se había llevado su virginidad, también se había llevado su corazón.

 

 

 

Pasiones Prohibidas ®

2 comentarios:

  1. Me encantó que relato cada línea, cada emoción como siempre exquito relato Caballero

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  2. 🔥👏👏👏👏 Maravilloso caballero

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