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martes, 7 de mayo de 2024

129. Una noche de placer


Andrea salió del coche, cerró la puerta y corrió bajo la lluvia todo lo rápido que le permitieron los afilados tacones de sus zapatos. Entró en el recibidor sacudiéndose el agua de la ropa y del cabello, y ante el mostrador de recepción vio a la mujer que había descendido del autobús de línea mientras estaba aparcando. Igualmente mojada, firmaba en el libro de registro del motel sin percatarse de la lasciva mirada con que el joven encargado devoraba las curvas de su cuerpo, realzadas por la húmeda tela de la ropa que se adhería a su piel. La mujer tomó la llave de la habitación y se apartó a un lado para dejar libre el mostrador. “Gracias” –le dijo Andrea antes de dirigirse al encargado, cuyos ojos se clavaban ahora en ella como diciendo: “¡Otra! Y en la misma noche. Hoy debe ser Navidad”. “¡Quiero una habitación!” –le dijo ella. “Lo siento, esta señora ha tomado la última habitación disponible” –le respondió él con una viscosa sonrisa, intentando mirar dentro del escote de la chica. “Pero, sólo es por una noche. Es muy tarde, llevo todo el día conduciendo y hace una noche de perros. ¿Seguro que no tiene nada? Lo que sea” –le dice Andrea con un tono suplicante. “De veras que lo siento, señorita. Aunque quisiera hacer algo, no puedo ayudarle” –pronunciaba el recepcionista arrastrando las letras, como si las devorara. “¡Vaya, qué suerte de mierda!” –dice ella ofuscada. El recepcionista se le quedó mirando con su mejor y más prepotente sonrisa, como aguardando a que ella se diera al fin cuenta de que tenía delante al hombre más atractivo que había visto en su vida y se arrodillara agradecida a chuparle la verga con adoración, a cambio que la dejara meterse en su cama. “Podemos compartir habitación” –La voz sonó muy suave, casi cohibida. Andrea se giró y vio a la mujer que se había registrado antes que ella, sosteniendo su anticuada maleta y con una tímida sonrisa en la cara. “¿Perdón?” –preguntó ella. “Digo que si quiere, podemos compartir habitación. A mí no me importa” –le dice la mujer. Sopesó unos instantes la oferta, observándola con curiosidad. Se decidió tras lanzar otra mirada al encargado. “Lo siento, quizás no ha sido buena idea” –dijo la mujer algo avergonzada. “Sí. Acepto encantada. Muchas gracias” –dijo Andrea con una sonrisa. Se intercambiaron una sonrisa, Andrea tomó su bolsa de mano y siguió a la mujer sintiendo la viscosa mirada del recepcionista restregándose contra su culo; pudo intuir las fantasías sexuales que esa mirada transmitía, ya que el hombre no era nada discreto.

En el corto paseo hasta la habitación Andrea prestó atención a la figura de su amable anfitriona. El sencillo conjunto de falda y blusa no ocultaba una carnosa y rotunda anatomía. De veintitantos años, poseía un rostro no muy llamativo pero sí bello, de rasgos suaves y límpidos, sin maquillaje, con el cabello castaño muy corto. La chica poseía uno de esos cuerpos llenos de curvas, con piernas largas de poderosos muslos, anchas caderas, cintura estrecha y, la guinda del pastel, dos tetas de volumen considerable tensando la tela que las comprimía. Un cuerpo explosivo que, curiosamente, pasaba algo desapercibido al primer vistazo, quizás por la actitud recatada y el aspecto sencillo de la chica, como si sintiera cierta incomodidad ante su propia voluptuosidad. A Andrea le pareció una mujer muy atractiva.

Al entrar en la habitación ambas miraron a su alrededor. Ninguna sorpresa. La típica habitación del típico motel de carretera: pintura anodina en las paredes que necesitaba una buena mano, muebles baratos y sin gusto, una televisión algo antigua y una cama de matrimonio con un respaldo gigante a sus espaldas y de la que lo máximo que se podía esperar es que estuviera limpia. “Bueno, mejor que pasar la noche con el ‘simpático’ recepcionista, ¿no crees’”  –dijo Andrea quitándole importancia. “¡Oh, desde luego! Era un hombre desagradable, ¿verdad?” –le contestó la mujer. Andrea sonrió y dijo: “Por decirlo suave”. Dejó su bolsa en el suelo, echó un vistazo al baño desde la puerta y volvió a mirar a su nueva compañera. “¿Derecha o izquierda?” –preguntó Andrea. “¿Perdón?” –respondió confusa la mujer. “La cama. ¿Prefieres dormir en el lado derecho o en el izquierdo?” –volvió a preguntar Andrea señalando con la barbilla. “Oh, ya. Bueno, me da igual” –responde la mujer. “Bien, pues, yo escojo el izquierdo. Si vamos a dormir juntas estaría bien que nos presentáramos. Me llamo Andrea” –le dijo tendiéndole la mano. “Yo, Patricia” –le respondió y le ofreció la suya con una sonrisa que realzaba su belleza. “Encantada” –le dice Andrea. “Igualmente” –le responde.

Se miraron a los ojos durante un largo instante y Andrea tuvo la impresión de que su compañera de habitación no era tan evidente como parecía. Algo escondía en el fondo de sus bonitos ojos azules. Andrea y la mujer se acostaron en ropa interior y se durmieron profundamente. Algo sacó a Andrea de su profundo sueño. Despertó aletargada sin saber dónde se encontraba ni qué hora era. Tardó unos segundos en recordar qué habitación era ésta en la que estaba y cómo había acabado en ella. La oscuridad que dominaba más allá del cristal de la ventana, moteado con gotas de lluvia, le indicó que aún era de madrugada, y los tenues fogonazos que iluminaban brevemente la habitación sugerían que la tormenta se estaba alejando. Tardó unos segundos en situarse.

Recordando que algo le había despertado prestó atención en busca de su origen. Ahí estaba. Parecía un suave gemido, como un quejido jadeante. Miró a su costado buscando a su compañera de cama, pero no estaba. Giró su atención hacia el baño y vio luz saliendo por debajo de la puerta. Comprendió que el gemido venía de su interior. Preocupada se irguió y la llamó sin elevar la voz. “¿Patricia? ¿Te encuentras bien?” –preguntó. No hubo respuesta. Lo volvió a intentar pero nada. El gemido se seguía escuchando. Se levantó de la cama y se aproximó al baño aguzando el oído. Se fijó entonces en la maleta abierta de Patricia. Entre la ropa perfectamente ordenada y plegada reconoció una prenda: una toca de monja. “¡Vaya!” –pensó, eso explicaría algunas cosas. Acercó la cabeza a la puerta intentando escuchar mejor. Sólo llevaba puesto un brasier de encaje u una diminuta tanga, dejando casi completamente al descubierto su morena y espléndida figura. Alta, de piernas torneadas, caderas estrechas y culo prieto y respingón, poseía sendas tetas erguidas y perfectas como dos jugosas gotas adornadas por grandes y oscuros pezones; y una larga, sedosa y oscura melena que casi llegaba hasta su cintura, adornando un hermoso rostro de perfiles mediterráneos. Era una de esas mujeres que obligan a girar la cabeza a su paso; los hombres para desearla y las mujeres para envidiarla, incluso odiarla.

Iba a golpear la puerta y volver a llamar a Patricia, pero un impulso le hizo agarrar la manilla y abrirla. Abrió la puerta, miró dentro del baño y por un segundo creyó que seguía soñando. Su compañera de habitación se encontraba sentada sobre la tapa del inodoro, completamente desnuda, masturbándose. ¡Y de qué manera! Sendas pinzas de metal presionaban sus erectos pezones, mientras que otras cuatro mordían los labios de su vagina. Éste, empapado y de un vivo rosáceo, se abría como una flor de carne a sus propias caricias. El dedo corazón de su mano derecha estimulaba el dilatado clítoris, mientras con dos dedos de su izquierda penetraba la vagina. Tan concentraba estaba en su placer que tardó unos instantes en notar la presencia de Andrea, paralizada junto a la puerta. No se sorprendió al verla ni cesó de masturbarse. Al contrario, clavó sus ojos repletos de libido en los de Andrea y continuó acariciándose, lasciva, casi desafiante. Nada quedaba en ellos de la cohibida muchacha que unas horas antes se acostara en su rincón de la cama murmurándole buenas noches. Patricia tomó otra pinza que descansaba sobre el lavamanos y muy lentamente, como dedicándosela a la sorprendida mujer que la observaba con fascinación, la acercó a la vagina y la cerró sobre su clítoris. Su rostro se contrajo levemente con un gesto que mezclaba dolor y placer. Su mirada continuó fija en la de Andrea, que aún no sabía cómo reaccionar. Ayudándola a decidirse, Patricia le susurró una invitación. Andrea no llegó a escucharla, pero por el movimiento de los labios húmedos y carnosos entendió un “ven”. Una leve sonrisa se dibujó en su rostro, entró finalmente en el baño y se situó delante de la mujer, muy cerca, con sus tetas casi rozando la boca de Patricia.

La energía sexual que fluía entre ambas mujeres era tan densa que podía cortarse con un cuchillo. Andrea alzó sus manos y tocó las pinzas que mordían los pezones de Patricia, quien deslizó la lengua entre sus labios entreabiertos, humedeciéndolos, confirmándole a su compañera que iba por buen camino. Agarró entonces las pinzas y comenzó a retorcerlas. Patricia respondió con un gemido y se masturbó con más fuerza, demostrando que cuanto mayor era el dolor más se elevaba su placer. Andrea, subiendo la apuesta, combinó los estrujamientos con palmadas sobre las pinzas, que arrancaron de la otra mujer pequeños gritos. A continuación descendió una de sus manos y repitió la operación con las pinzas cerradas sobre los labios de la vagina de su compañera, aplicándole caricias, palmadas y apretones. Patricia se retorcía entre las ondas de placer que partían desde las terminaciones nerviosas de pezones y vagina, sin dejar de estimularse el clítoris. Andrea le apartó entonces la mano con que se pajeaba y sujetó la pinza que le oprimía el clítoris. Jugueteó con él, apretando y soltando, lanzando desde ese punto concreto hacia todo el cuerpo de Patricia una sucesión de estímulos que entremezclaban indistintamente sensaciones de placer y dolor, de dolor y placer.

Patricia pegó la cara a las tetas de su nueva compañera de juegos y mordisqueó sus pezones sobre la ligera tela del brasier. Deslizó los tirantes sobre los hombros de Andrea y la prenda cayó a sus pies. Admiró con deleite la perfecta forma de los pequeños pero firmes y erguidas tetas, posó su húmeda boca sobre ellos y comenzó a saborearlos. Deslizó la lengua sobre la delicada piel, chupó las carnosas aureolas y mordisqueó los erectos pezones, intuyendo la excitación que desencadenaba en el interior del cuerpo de Andrea, como una imparable ola de calor aproximándose a su punto de ebullición. Continuó estimulando las tetas con las manos mientras su lengua descendía por el plano abdomen, jugueteaba en el dulce orificio del ombligo y alcanzaba el pubis, aún cubierto por la tanga. Andrea la sujetó con los dedos por la diminuta tira de tela y la hizo descender de sus caderas, acariciando sus muslos hasta dejarlo caer en el suelo. La lengua de Patricia acompañó el movimiento lamiendo  y deslizándola por los pliegues que se formaban entre el pubis, y el nacimiento de los muslos. Separó entonces Andrea las piernas y Patricia se quedó paralizada, mirando con gesto de completa sorpresa el pene y los testículos que colgaban de la entrepierna. “Parece que ambas guardamos sorpresas” –dijo Andrea con una sonrisa. Patricia elevó la vista y le miró a los ojos. “¿Te gusta?” –le preguntó Andrea expectante. Como respuesta la mujer sonrió y volvió a fijar su atención en la entrepierna. Sujetó la verga con la mano y comenzó a acariciarla. Aún flácida pero ya algo hinchada, deslizó la piel del prepucio adelante y atrás sobre el glande, mientras con la otra mano agarraba los testiculos y pellizcaba la rugosa, y depilada piel del escroto. La verga comenzó a endurecerse, creciendo e hinchándose bajo la satisfecha mirada de Patricia. La exótica transexual, que le parecía ahora más excitante, “si cabe” –gimió levemente mientras su boca salivaba. Patricia abrió la suya y se metió lentamente la verga, deslizando los labios sobre la delicada piel que envolvía el glande. Andrea profirió otros pequeños gemidos de placer. Miró a su alrededor y se fijó en el cepillo de cabello que descansaba sobre la balda del espejo que había encima del lavamanos. Lo tomó y enarbolándolo, miró a Patricia. Ésta comprendió y se inclinó para que su culo quedara bien en pompa. Andrea le lanzó un azote con el reverso del cepillo, golpeando la blanca piel de uno de los glúteos. La reacción de la mujer hizo que sus labios comprimieran la verga, lo que generó un doble disfrute para Andrea; la de la propia sensación aumentada de la felación y la excitación de ver como la otra mujer gozaba con el dolor infringido. Patricia continuó chupando con creciente pasión, mientras Andrea repetía los azotes. Su culo comenzó a arder, con la delicada piel de las nalgas cada vez más enrojecida, pero no por ello cesó en su aplicada succión hasta colocar a su amante al borde del orgasmo. “Un momento, preciosa. Quiero acabar dentro tuyo pero aún no” –le dijo Andrea apartándole la cabeza.

Le ayudó a levantarse, la besó de manera apasionadamente sucia y se dirigieron a la cama sin dejar de acariciarse. Allí tumbó a la mujer boca arriba, sentándosele encima a horcajadas sobre su vientre. Acarició sus tetas suavemente con evidente deleite y volvió a jugar con las pinzas de sus pezones. Tiró de ellas y las retorció, haciendo gemir de nuevo a su agradecida amante. “¡Te gusta esto! ¿Verdad?” –le dice Andrea con lujuria. Como única respuesta Patricia exhaló un gemido de asentimiento. “¡Vamos, dilo! Te gusta, ¿eh? Eres una pequeña caliente” –insistió Andrea. “¡Sí! ¡Me gusta! ¡Soy una puta!” –susurró Patricia. La sensual transexual la recompensó golpeándole las pinzas con la palma de la mano, convirtiendo los gemidos en pequeños gritos. Después, lentamente, abrió una de las pinzas para liberar sus torturados pezones. El regreso de la sensibilidad a las terminaciones nerviosas mezcló el aguijonazo del dolor con el progresivo alivio. La sensación balsámica se extendía por las tetas de Patricia, deslizó una de las manos hacia atrás para acariciarle la vagina, que hervía empapado por los jugos vaginales. Cuando el grado de placer de la mujer se elevó hasta aproximarle al éxtasis, Andrea lanzó una bofetada contra una de sus tetas; luego contra la otra. Las palmeó sucesivamente, sin dejar de masturbarla. El evidente disfrute de Patricia excitó sobremanera a Andrea. Su verga, dura y palpitante, se empapaba con su propio líquido preseminal. Entonces se levantó y giró sobre sí misma, colocando su entrepierna sobre la cara de Patricia. Ésta colocó sus manos sobre los glúteos y los abrió. Ante ella se abría el carnoso orificio del culo. Deslizó la lengua dentro de ese apretado culo y lamió el ano hasta lograr dilatarlo. Después lamió el perineo hasta alcanzar la rugosa piel del escroto. Se introdujo la bolsa testicular en la boca y notó como los testículos se movían en su interior. Jugueteó con ellos con la lengua, antes de liberarlos para lamer la verga. La empapó con su saliva, la abrazó con los labios y comenzó a chuparla. Mientras tanto Andrea no había cesado de estimular la vulva de su amante, acariciando el clítoris mientras la torturaba con las pinzas que aún lo mordían. Comenzó a quitarlas, lentamente, una por una. Cuando al fin liberó el clítoris, sumamente sensibilizado por la mordedura de la pinza, lo lamió. El 69 era ya completo: Patricia chupaba y masturbaba con furia esa verga, mientras que Andrea le lamía y mordisqueaba la vagina. Ésta, conociendo los gustos de su compañera, alternaba su lengua con pequeños mordiscos en la tierna carne de la vagina. Cuando mordió el clítoris Patricia se retorció de placer, de modo que sus dientes, amortiguados por sus labios, se cerraron sobre la verga, logrando que Andrea gimiera de placer. Intuyendo la hermosa transexual que la sobreexcitada mujer se aproximaba al orgasmo, golpeó con la palma de la mano esa vagina que estaba a punto de explotar. Patricia lanzó un pequeño grito, pero no soltó la verga, la siguió chupando con la misma lujuria. Andrea siguió abofeteándole la entrepierna, elevando la ebullición de su contradictoria catarata de sensaciones hasta que la mujer no pudo aguantar más y acabó. Fue un orgasmo sísmico, volcánico. La descarga lanzó un chorro de fluido vaginal contra el rostro de Andrea, empapándolo. “¡Sí! ¡Eso es preciosa, acaba para mí” –susurró jadeante Andrea.

Cuando las oleadas de placer cesaron y Patricia se relajó, Ariadna se apartó de encima de ella y se situó entre sus piernas. Acarició los muslos, los separó y aproximó su rostro al ano. Escupió en él y con los dedos lubricó a fondo el orificio. “¿Quieres que te la meta?” –le preguntó. “¡Sí! ¡Métemela! ¡Cógeme! ¡Rómpeme el culo!” –le respondió mirándole fijamente a los ojos. Andrea acomodó su verga contra la entrada de ese agujero hambriento de sexo y empujó. La verga entró despacio pero con facilidad. La excitación seguida del orgasmo había relajado el ano de Patricia. Comenzó a follárselo empujando primero con suavidad y después con fuerza creciente. Cuando Patricia volvió a gemir, Andrea alargó el brazo hasta su bolso, que descansaba sobre la mesita, buscó en su interior sin cesar de embestir y extrajo un consolador. Puso en marcha el vibrador y lo aplicó contra el clítoris de su caliente compañera de cuarto, mientras que con la mano libre azotaba de nuevo sus tetas, multiplicando el placer que generaba la doble estimulación, anal y vaginal. Se aproximaba un nuevo orgasmo y Andrea calculó el momento del clímax, armonizando el movimiento de su verga dentro del estrecho orificio para sincronizar su propia eyaculación con el orgasmo de Patricia. Estallaron al unísono, entre gritos, gemidos y jadeos. Después de las múltiples y fuertes embestidas, y de los movimientos acompasados para exprimir los últimos estertores de placer, ambas amantes quedaron tendidas sobre la cama, abrazadas, acariciándose en silencio, sonriendo y mirándose a los ojos. Sólo se escuchaba el sonido de sus profundas respiraciones. Al rayar el alba, ambas mujeres dejaron la habitación y continuaron con su viaje, salvo que esta vez Patricia no iria en bus, sino en el auto de Andrea que la llevaría a su destino.

Estaba alucinado con lo que veía, apreté mi verga para extraer las ultimas gotas de semen. Era la segunda vez que me masturbaba mirando la grabación. En la pantalla la mujer y la transexual, tras tremenda cogida que se dieron se quedaron dormidas abrazadas. Cuando acepté este trabajo como recepcionista en motel de cuarta categoría pensé que iba a ser una mierda y lo era, pero había visto una oportunidad y la había aprovechado. Fue una gran idea instalar cámaras en las habitaciones. Me habían proporcionado placenteros momentos de placer espiando lo que sucedía, había acabado en reiteradas ocasiones viendo como las parejas venían y se daban placer como posesos. Entonces decidí convertirlo en un negocio, esta vez me había sacado la lotería. El numerito que se habían mandado las zorras era una joya, las visitas en mi sitio web se iban a multiplicar estratosféricamente.

Volví a reproducir el video por tercera vez, ya que seguía caliente con lo que mis ojos habían visto y obviamente sería posible una tercera paja en honor de esas dos putas que en medio de la noche se habían vuelto en unas amantes desenfrenadas. Sí, es un odioso y terrible trabajo, pero alguien tiene que hacerlo.

 

 

 

 

Pasiones Prohibidas ®

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